Trece Corazones
1. Por un Sueño
Reinnân no quería mirar abajo, porque, si lo hacía, seguro que perdería las pocas fuerzas que le quedaban y caería sin remedio por el abismo.
Quizá, pensó a medias, quizá si cayera moriría antes de chocar contra el suelo.
La idea que unía “chocar” y “suelo” no le parecía para nada atractiva en aquellas circunstancias, así que se aferró con más fuerza a las rocas que los sostenían, que significaban la diferencia entre la vida y la muerte, y respiró hondo varias veces para tranquilizarse.
Abajo, muy abajo, por debajo de las nubes, allí se encontraba su hogar, el pueblo en el que había nacido y donde vivía toda la gente que conocía.
Allí, Reinnân compartía su morada con su padre y su hermano Kolâk, cuatro primaveras más joven. Su madre había muerto hacía dieciséis años, cuando él tenía cinco, y el pequeño apenas rozaba su primer aniversario; la mujer había enfermado, y el curandero no llegó a tiempo.
La historia amenazaba con repetirse.
El joven, de cabello castaño y ojos de color gris, arrugó el ceño y sintió ganas de llorar al pensar en ello otra vez.
Kolâk parecía un chico fuerte. Tenía el pelo largo, negro, lacio, y los ojos de un intenso azul zafiro. Era ancho de espaldas, y un poco más alto que su hermano aunque fuera menor en edad. Y, no obstante, su piel era pálida, casi enfermiza. Pues eso es lo que él era: enfermizo. Cada nuevo invierno era un reto para él y su supervivencia. Era propenso a las enfermedades, a las roturas, los desgarros, las infecciones, los mareos, e incluso a algo tan simple como sangrar por la nariz sin motivo aparente.
Ese era Kolâk, fuerte y voluntarioso, obligado a permanecer casi toda su vida en su cuarto, en la cama, sin poder salir a jugar, a trabajar, porque era de salud débil.
Pero al final aquello no había importado, recordaba Reinnân, impotente. Al final, su hermano pequeño había contraído una rara enfermedad que lo mantenía en la cama, presa de horribles temblores, delirando, sudando frío, gimiendo de dolor hasta quedarse sin voz. Qué pasaría dentro de él, Reinnân no quería ni imaginarlo.
El sanador del pueblo hizo lo posible con sus conocimientos médicos, pero no hubo éxito. No encontró hierba alguna capaz de hacer que los síntomas remitieran, al menos. El curandero, que vino del pueblo del oeste, a muchos kilómetros de distancia, no logró nada: era como si el raro virus que provocaba la enfermedad de Kolâk se tragara las energías que el anciano entregaba al cuerpo para sanarlo. No importaba el tiempo que estuviera, no servía.
Pronto, todo el pueblo desistió. Parecían aceptar con resignación que, sencillamente, el muchacho iba a morir. Incluso su padre tristemente dejó de perseguir una cura para volver a sus quehaceres.
Sólo Reinnân siguió buscando en los bosques, en las praderas y en las montañas, negándose a dar por perdido a su compañero de juegos, a aquel a quien confiaba sus más oscuros secretos, al que aún iba a su cama de tanto en tanto para dormir con él por miedo a la soledad.
Reinnân no pensaba renunciar a su hermano. Lo quería demasiado.
Y, no obstante, la desesperación comenzó a adueñarse de su alma conforme se iba dando cuenta que no importaba lo que hiciera: no encontraría la cura, y Kolâk poco a poco se apagaría hasta que todo hálito de vida desaparecería de sus ojos, dejando tras de sí la carcasa vacía de su cuerpo.
- ¡No! – Le gritó al aire, aporreando la pared de roca.
Se tambaleó y casi no llegó a agarrarse de nuevo. Los ojos le quemaban por las lágrimas saladas, y los dedos le dolían.
Respiró hondo. Tenía que calmarse. Tenía que calmarse, o si no…
Suspiró y miró arriba. No podía distinguir entre las nubes el final del precipicio.
Sacudió la cabeza. Por enésima vez en el día y medio que llevaba de ascensión, se sintió estúpido. ¿Cómo había llegado a desesperarse tanto como para seguir un simple sueño?
Abre los ojos. Ve en la oscuridad. Nunca ha visto en la oscuridad, pero ahora le parece de lo más normal. Se levanta de su cama, ¿o no es la suya?
Se acerca a la ventana y mira al exterior. Las lunas brillan, brillan, llenas, llenas…
De pronto, un movimiento capta su atención. Al mirar, ve a una hermosa pantera devolviéndole la mirada con sus ojos rojos, rojos como la sangre.
La felina no ataca. Sólo lo mira, durante mucho, mucho tiempo, tanto que pierde la cuenta de los segundos, los minutos, las horas.
Luego, la pantera da la vuelta y echa a correr hacia las montañas.
Y Reinnân ya no ve por sus ojos de kai, ve a través de los del felino, que se encarama a las rocas y salientes de la pared del precipicio y comienza a subir dificultosamente, a toda prisa, sin detenerse.
Y el sol cae y emerge tres veces, y ni siquiera por la noche la pantera se detiene.
Amanece el cuarto día cuando llega a la cima y el cansado animal se yergue, imponente y oscuro como una sombra de ojos rojos, ante el santuario austero de robustas formas que es el Templo de Vlar.
Y la pantera entra en la oscuridad clara, y se pone frente al espejo que refleja a Kolâk.
- Sálvame. – Pide su hermano, y ahora era él mismo el que lo mira, con lágrimas rojas en los ojos.
Al despertar, Reinnân sólo tenía una idea en la cabeza: ir al Templo de Vlar a pedir su ayuda para Kolâk.
Ahora que estaba allí arriba, colgado del acantilado, agotado, se preguntaba si había sido una buena idea.
Pero, se recordó, yendo al Templo era la única forma de pedir audiencia con un dios.
Había tres templos en Eleusis, cada uno construido por una deidad para que sus creyentes pidieran ayuda si era necesario. Pero todos eran de difícil acceso.
El Templo de Vlar, como estaba visto, se encontraba en lo alto de un precipicio, y no había rutas alternativas a la dura ascensión vertical.
El Templo de Dana se encontraba en lo más profundo del bosque, custodiado por plantas que se movían y fieras bestiales.
El Templo de Veilen estaba en el centro de una amplia planicie donde no había comida ni agua en muchos kilómetros a la redonda.
Para pedir un favor, se dijo Reinnân, había que estar muy desesperado. Pero él lo estaba. Su hermano se moría y calculaba que sólo Vlar iba a escuchar, pues era el dios de los kai, y a él era a quien debía recurrir.
Suspiró y volvió a mirar arriba. Aún le quedaba mucho por ascender, y la noche volvía a caer sobre las montañas. Pronto sólo los dioses gemelos, que vigilaban las tinieblas desde las lunas, podrían guiar sus manos en aquella subida inclemente.
Tras retener el aliento un momento, Reinnân siguió escalando, poco a poco, sin mirar abajo, hambriento, agotado, pero sin que su voluntad flaqueara un solo instante.
Porque, si por un momento osaba pensar que era mejor que Kolâk muriera a seguir con aquel calvario, no se merecía ser su hermano.
Quizá, pensó a medias, quizá si cayera moriría antes de chocar contra el suelo.
La idea que unía “chocar” y “suelo” no le parecía para nada atractiva en aquellas circunstancias, así que se aferró con más fuerza a las rocas que los sostenían, que significaban la diferencia entre la vida y la muerte, y respiró hondo varias veces para tranquilizarse.
Abajo, muy abajo, por debajo de las nubes, allí se encontraba su hogar, el pueblo en el que había nacido y donde vivía toda la gente que conocía.
Allí, Reinnân compartía su morada con su padre y su hermano Kolâk, cuatro primaveras más joven. Su madre había muerto hacía dieciséis años, cuando él tenía cinco, y el pequeño apenas rozaba su primer aniversario; la mujer había enfermado, y el curandero no llegó a tiempo.
La historia amenazaba con repetirse.
El joven, de cabello castaño y ojos de color gris, arrugó el ceño y sintió ganas de llorar al pensar en ello otra vez.
Kolâk parecía un chico fuerte. Tenía el pelo largo, negro, lacio, y los ojos de un intenso azul zafiro. Era ancho de espaldas, y un poco más alto que su hermano aunque fuera menor en edad. Y, no obstante, su piel era pálida, casi enfermiza. Pues eso es lo que él era: enfermizo. Cada nuevo invierno era un reto para él y su supervivencia. Era propenso a las enfermedades, a las roturas, los desgarros, las infecciones, los mareos, e incluso a algo tan simple como sangrar por la nariz sin motivo aparente.
Ese era Kolâk, fuerte y voluntarioso, obligado a permanecer casi toda su vida en su cuarto, en la cama, sin poder salir a jugar, a trabajar, porque era de salud débil.
Pero al final aquello no había importado, recordaba Reinnân, impotente. Al final, su hermano pequeño había contraído una rara enfermedad que lo mantenía en la cama, presa de horribles temblores, delirando, sudando frío, gimiendo de dolor hasta quedarse sin voz. Qué pasaría dentro de él, Reinnân no quería ni imaginarlo.
El sanador del pueblo hizo lo posible con sus conocimientos médicos, pero no hubo éxito. No encontró hierba alguna capaz de hacer que los síntomas remitieran, al menos. El curandero, que vino del pueblo del oeste, a muchos kilómetros de distancia, no logró nada: era como si el raro virus que provocaba la enfermedad de Kolâk se tragara las energías que el anciano entregaba al cuerpo para sanarlo. No importaba el tiempo que estuviera, no servía.
Pronto, todo el pueblo desistió. Parecían aceptar con resignación que, sencillamente, el muchacho iba a morir. Incluso su padre tristemente dejó de perseguir una cura para volver a sus quehaceres.
Sólo Reinnân siguió buscando en los bosques, en las praderas y en las montañas, negándose a dar por perdido a su compañero de juegos, a aquel a quien confiaba sus más oscuros secretos, al que aún iba a su cama de tanto en tanto para dormir con él por miedo a la soledad.
Reinnân no pensaba renunciar a su hermano. Lo quería demasiado.
Y, no obstante, la desesperación comenzó a adueñarse de su alma conforme se iba dando cuenta que no importaba lo que hiciera: no encontraría la cura, y Kolâk poco a poco se apagaría hasta que todo hálito de vida desaparecería de sus ojos, dejando tras de sí la carcasa vacía de su cuerpo.
- ¡No! – Le gritó al aire, aporreando la pared de roca.
Se tambaleó y casi no llegó a agarrarse de nuevo. Los ojos le quemaban por las lágrimas saladas, y los dedos le dolían.
Respiró hondo. Tenía que calmarse. Tenía que calmarse, o si no…
Suspiró y miró arriba. No podía distinguir entre las nubes el final del precipicio.
Sacudió la cabeza. Por enésima vez en el día y medio que llevaba de ascensión, se sintió estúpido. ¿Cómo había llegado a desesperarse tanto como para seguir un simple sueño?
Abre los ojos. Ve en la oscuridad. Nunca ha visto en la oscuridad, pero ahora le parece de lo más normal. Se levanta de su cama, ¿o no es la suya?
Se acerca a la ventana y mira al exterior. Las lunas brillan, brillan, llenas, llenas…
De pronto, un movimiento capta su atención. Al mirar, ve a una hermosa pantera devolviéndole la mirada con sus ojos rojos, rojos como la sangre.
La felina no ataca. Sólo lo mira, durante mucho, mucho tiempo, tanto que pierde la cuenta de los segundos, los minutos, las horas.
Luego, la pantera da la vuelta y echa a correr hacia las montañas.
Y Reinnân ya no ve por sus ojos de kai, ve a través de los del felino, que se encarama a las rocas y salientes de la pared del precipicio y comienza a subir dificultosamente, a toda prisa, sin detenerse.
Y el sol cae y emerge tres veces, y ni siquiera por la noche la pantera se detiene.
Amanece el cuarto día cuando llega a la cima y el cansado animal se yergue, imponente y oscuro como una sombra de ojos rojos, ante el santuario austero de robustas formas que es el Templo de Vlar.
Y la pantera entra en la oscuridad clara, y se pone frente al espejo que refleja a Kolâk.
- Sálvame. – Pide su hermano, y ahora era él mismo el que lo mira, con lágrimas rojas en los ojos.
Al despertar, Reinnân sólo tenía una idea en la cabeza: ir al Templo de Vlar a pedir su ayuda para Kolâk.
Ahora que estaba allí arriba, colgado del acantilado, agotado, se preguntaba si había sido una buena idea.
Pero, se recordó, yendo al Templo era la única forma de pedir audiencia con un dios.
Había tres templos en Eleusis, cada uno construido por una deidad para que sus creyentes pidieran ayuda si era necesario. Pero todos eran de difícil acceso.
El Templo de Vlar, como estaba visto, se encontraba en lo alto de un precipicio, y no había rutas alternativas a la dura ascensión vertical.
El Templo de Dana se encontraba en lo más profundo del bosque, custodiado por plantas que se movían y fieras bestiales.
El Templo de Veilen estaba en el centro de una amplia planicie donde no había comida ni agua en muchos kilómetros a la redonda.
Para pedir un favor, se dijo Reinnân, había que estar muy desesperado. Pero él lo estaba. Su hermano se moría y calculaba que sólo Vlar iba a escuchar, pues era el dios de los kai, y a él era a quien debía recurrir.
Suspiró y volvió a mirar arriba. Aún le quedaba mucho por ascender, y la noche volvía a caer sobre las montañas. Pronto sólo los dioses gemelos, que vigilaban las tinieblas desde las lunas, podrían guiar sus manos en aquella subida inclemente.
Tras retener el aliento un momento, Reinnân siguió escalando, poco a poco, sin mirar abajo, hambriento, agotado, pero sin que su voluntad flaqueara un solo instante.
Porque, si por un momento osaba pensar que era mejor que Kolâk muriera a seguir con aquel calvario, no se merecía ser su hermano.