Sylain
Capítulo I
Danna vivía sola; los gastos fijos de la casa corrían a cuenta de su hermano, una especie de regalo, pero la comida, la luz y la escuela las pagaba ella, y para eso había encontrado un trabajo de media jornada en el zoo. Por la tarde iba a la universidad, y en sus ratos libres ayudaba en la protectora de animales todo lo que podía.
Ahora, no obstante, debía pasar el mayor tiempo posible en casa.
Le habían encomendado el cuidado de un perro que había sido encontrado en condiciones paupérrimas. El pobre bicho estaba tan aterrorizado que atacaba y mordía a cualquiera que se acercara, con buenas o malas intenciones.
Excepto a Danna.
Ella tenía un don con los perros, se ganaba el respeto de los caninos. Sabía cómo tratarlos. Por tanto, era la única capaz de cuidar de aquel animal sin sufrir grandes heridas en el intento.
Pero Danna no podía dejar su trabajo…
De modo que Jane, su mejor amiga, era la víctima.
Jane tenía una copia de sus llaves para situaciones como aquella. Dado que su trabajo era de fin de semana y el resto del tiempo estudiaba lenguas por su cuenta, estaba disponible a casi cualquier hora para trasladarse un rato a casa de Danna, mientras ella estaba ausente.
Pero había que admitir que nadie estaría conforme con aquel animal aterrorizado y violento.
Una vez comprado el bocadillo de la comida (a Danna nunca le había gustado cocinar), la joven se apresuró en regresar.
Cuando estuvo a una manzana le envió un mensaje a su amiga:
Estoy llegando. Vete a casa y saluda a tus padres de mi parte. Bss.
Jane respondió con una llamada perdida cuando estaba a dos calles.
Y es que aquel día tenía un examen de una de las múltiples lenguas extranjeras que estudiaba, y tenía que ponerse a estudiar en “su santuario”, que venía a ser su habitación.
En cuanto Danna llegó a la puerta de su casa oyó los gimoteos lastimeros de un perro demasiado malherido para moverse.
Jane no hacía dos minutos que se había ido, pero aquel pobre animal tenía miedo de estar solo.
Abrió la puerta.
- Ya estoy aquí. – Dijo un alto.
Lo recibió un dolorido ladrido que le estremeció el corazón.
- Ya va, ya va. – Hizo mientras cerraba. – Estoy en casa, pequeño. – Puso las llaves en el cesto y dejó la delgada chaqueta en el armario del recibidor. – No llores, no estás solo.
Sabía perfectamente que Bart (así lo habían bautizado en la protectora) no entendía exactamente sus palabras, pero también sabía que su voz, una voz amable y conocida, lo tranquilizaría.
Así sucedió: el perro dejó de lloriquear, y para cuando Danna cruzó el corredor hasta el salón, se había quedado callado.
Ahora el galgo marrón con manchas canelas lo miraba con una inconfundible expresión de dolor y pena desde el cerco que había alzado en una esquina.
A pesar de eso, el perro le mostró los colmillos cuando Danna metió la mano en su espacio vital, en aquella pequeña parcela en la que permanecía echado sobre unos cojines, esperando su recuperación.
Pero ella no se amedrentó. Contuvo el temor en un espacio recóndito en su pecho y alargó la mano hasta que, sin nerviosismo ni miedo, le acarició las orejas al maltrecho animal.
- Ya está, Bart. – Susurró la joven con voz tranquila. – Estoy aquí. Estoy en casa, y voy a quedarme todo el día contigo. Te pondrás bien, precioso. Te vas a poner bien.
El animal terminó por reclinar la cabeza entre sus patas vendadas y cerrar los ojos. Sólo entonces Danna se alejó hacia una cómoda para coger una pequeña pastilla, hundirla en un trocito de queso blando y regresar para dárselo a la boca.
Bart tomó el bocado con ciertos reparos, pero había aprendido la dinámica: si tragaba aquel pedacito de queso con el extraño objeto en su interior, en seguida se sentiría mejor.
Danna le palmeó la cabeza con suavidad.
- Vuelvo en seguida. – Susurró. – No voy a dejarte solo, pero tengo que darme un baño, ¿sabes?
Sabía que Bart seguiría tranquilo mientras oyera el agua correr, de modo que dejó las puertas abiertas desde allí hasta el cuarto de baño, y de inmediato abrió la corriente de la ducha.
Después fue a su habitación, donde recogió el chándal que usaba para estar por casa, la ropa interior, y regresó al aseo.
Danna no era una chica coqueta; jamás lo había sido, ni siquiera cuando de niña le regalaban maquillajes infantiles y muñecas. No, ella prefería animales de juguete…y si no eran de juguete, mejor. En su infancia, sus mejores amigos habían sido los escarabajos del jardín y las mascotas de la casa.
Los humanos en general jamás le habían interesado demasiado. Si tenía que elegir entre ir de compras con las chicas de la universidad y sacar a pasear a los perros de la protectora, sabía perfectamente cuál sería su opción. Aunque muy pocos lo comprendieran.
Danna se metió en la ducha y suspiró, disfrutando del agua caliente, casi hirviendo.
Siempre había adorado a los animales. Por eso cuando le salió el trabajo en el zoo ni se le ocurrió negarse. Limpiar excrementos y poner comida no era gran cosa, pero le permitía estar cerca de criaturas que la mayoría de gente sólo veía tras una verja, y a veces ni eso.
También por eso estudiaba veterinaria. Quería ayudar a los animales. Quería sanar heridas y salvar vidas.
El instituto fue una época dura. Sus compañeros la miraban con cara de asco a menudo, porque le importaba más un gato abandonado que un niño pidiendo limosna.
Zoofílica, adoradora de animales, inhumana…Eran sólo algunos de los calificativos que le pusieron.
Por suerte, Danna contaba con grandes apoyos en su vida: su familia…y su hermoso perro, que también fue su mejor amigo.
Al recordarlo una punzada de dolor le aguijoneó el pecho, de modo que sacudió la cabeza y se aseó rápidamente, concentrándose en lo que hacía.
Pero era imposible no pensar en aquel can de espeso pelaje dorado y mirada suspicaz.
Se secó malamente el pelo al salir, y, tras vestirse y ponerse la toalla sobre los hombros, salió del baño para dejar la ropa sucia en el capazo, en la cocina, y volvió al salón.
- Ya está, Bart. – Dijo con dulzura.
Al pasar frente a la repisa no pudo evitar tomar una fotografía. En ella se veía al perro lanudo, inmenso. Fue un animal expresivo, noble, protector y muy cariñoso.
Danna suspiró y besó el cristal, deseando que aquella criatura viviera aún.
- Te echo de menos. – Susurró. – Muchísimo de menos.
Un ligero lamento llegó hasta ella. La chica suspiró, dejó la foto en su sitio y se sentó junto al cerco.
- Ya, ya…- Murmuró. – Tranquilo, Bart.
Metió las manos entre los barrotes de plástico y empezó a acariciar el suave pelaje de aquel pobre animal maltratado. Empezó a entonar una calmada melodía que sirvió para dormir al perro maltrecho.
Ahora, no obstante, debía pasar el mayor tiempo posible en casa.
Le habían encomendado el cuidado de un perro que había sido encontrado en condiciones paupérrimas. El pobre bicho estaba tan aterrorizado que atacaba y mordía a cualquiera que se acercara, con buenas o malas intenciones.
Excepto a Danna.
Ella tenía un don con los perros, se ganaba el respeto de los caninos. Sabía cómo tratarlos. Por tanto, era la única capaz de cuidar de aquel animal sin sufrir grandes heridas en el intento.
Pero Danna no podía dejar su trabajo…
De modo que Jane, su mejor amiga, era la víctima.
Jane tenía una copia de sus llaves para situaciones como aquella. Dado que su trabajo era de fin de semana y el resto del tiempo estudiaba lenguas por su cuenta, estaba disponible a casi cualquier hora para trasladarse un rato a casa de Danna, mientras ella estaba ausente.
Pero había que admitir que nadie estaría conforme con aquel animal aterrorizado y violento.
Una vez comprado el bocadillo de la comida (a Danna nunca le había gustado cocinar), la joven se apresuró en regresar.
Cuando estuvo a una manzana le envió un mensaje a su amiga:
Estoy llegando. Vete a casa y saluda a tus padres de mi parte. Bss.
Jane respondió con una llamada perdida cuando estaba a dos calles.
Y es que aquel día tenía un examen de una de las múltiples lenguas extranjeras que estudiaba, y tenía que ponerse a estudiar en “su santuario”, que venía a ser su habitación.
En cuanto Danna llegó a la puerta de su casa oyó los gimoteos lastimeros de un perro demasiado malherido para moverse.
Jane no hacía dos minutos que se había ido, pero aquel pobre animal tenía miedo de estar solo.
Abrió la puerta.
- Ya estoy aquí. – Dijo un alto.
Lo recibió un dolorido ladrido que le estremeció el corazón.
- Ya va, ya va. – Hizo mientras cerraba. – Estoy en casa, pequeño. – Puso las llaves en el cesto y dejó la delgada chaqueta en el armario del recibidor. – No llores, no estás solo.
Sabía perfectamente que Bart (así lo habían bautizado en la protectora) no entendía exactamente sus palabras, pero también sabía que su voz, una voz amable y conocida, lo tranquilizaría.
Así sucedió: el perro dejó de lloriquear, y para cuando Danna cruzó el corredor hasta el salón, se había quedado callado.
Ahora el galgo marrón con manchas canelas lo miraba con una inconfundible expresión de dolor y pena desde el cerco que había alzado en una esquina.
A pesar de eso, el perro le mostró los colmillos cuando Danna metió la mano en su espacio vital, en aquella pequeña parcela en la que permanecía echado sobre unos cojines, esperando su recuperación.
Pero ella no se amedrentó. Contuvo el temor en un espacio recóndito en su pecho y alargó la mano hasta que, sin nerviosismo ni miedo, le acarició las orejas al maltrecho animal.
- Ya está, Bart. – Susurró la joven con voz tranquila. – Estoy aquí. Estoy en casa, y voy a quedarme todo el día contigo. Te pondrás bien, precioso. Te vas a poner bien.
El animal terminó por reclinar la cabeza entre sus patas vendadas y cerrar los ojos. Sólo entonces Danna se alejó hacia una cómoda para coger una pequeña pastilla, hundirla en un trocito de queso blando y regresar para dárselo a la boca.
Bart tomó el bocado con ciertos reparos, pero había aprendido la dinámica: si tragaba aquel pedacito de queso con el extraño objeto en su interior, en seguida se sentiría mejor.
Danna le palmeó la cabeza con suavidad.
- Vuelvo en seguida. – Susurró. – No voy a dejarte solo, pero tengo que darme un baño, ¿sabes?
Sabía que Bart seguiría tranquilo mientras oyera el agua correr, de modo que dejó las puertas abiertas desde allí hasta el cuarto de baño, y de inmediato abrió la corriente de la ducha.
Después fue a su habitación, donde recogió el chándal que usaba para estar por casa, la ropa interior, y regresó al aseo.
Danna no era una chica coqueta; jamás lo había sido, ni siquiera cuando de niña le regalaban maquillajes infantiles y muñecas. No, ella prefería animales de juguete…y si no eran de juguete, mejor. En su infancia, sus mejores amigos habían sido los escarabajos del jardín y las mascotas de la casa.
Los humanos en general jamás le habían interesado demasiado. Si tenía que elegir entre ir de compras con las chicas de la universidad y sacar a pasear a los perros de la protectora, sabía perfectamente cuál sería su opción. Aunque muy pocos lo comprendieran.
Danna se metió en la ducha y suspiró, disfrutando del agua caliente, casi hirviendo.
Siempre había adorado a los animales. Por eso cuando le salió el trabajo en el zoo ni se le ocurrió negarse. Limpiar excrementos y poner comida no era gran cosa, pero le permitía estar cerca de criaturas que la mayoría de gente sólo veía tras una verja, y a veces ni eso.
También por eso estudiaba veterinaria. Quería ayudar a los animales. Quería sanar heridas y salvar vidas.
El instituto fue una época dura. Sus compañeros la miraban con cara de asco a menudo, porque le importaba más un gato abandonado que un niño pidiendo limosna.
Zoofílica, adoradora de animales, inhumana…Eran sólo algunos de los calificativos que le pusieron.
Por suerte, Danna contaba con grandes apoyos en su vida: su familia…y su hermoso perro, que también fue su mejor amigo.
Al recordarlo una punzada de dolor le aguijoneó el pecho, de modo que sacudió la cabeza y se aseó rápidamente, concentrándose en lo que hacía.
Pero era imposible no pensar en aquel can de espeso pelaje dorado y mirada suspicaz.
Se secó malamente el pelo al salir, y, tras vestirse y ponerse la toalla sobre los hombros, salió del baño para dejar la ropa sucia en el capazo, en la cocina, y volvió al salón.
- Ya está, Bart. – Dijo con dulzura.
Al pasar frente a la repisa no pudo evitar tomar una fotografía. En ella se veía al perro lanudo, inmenso. Fue un animal expresivo, noble, protector y muy cariñoso.
Danna suspiró y besó el cristal, deseando que aquella criatura viviera aún.
- Te echo de menos. – Susurró. – Muchísimo de menos.
Un ligero lamento llegó hasta ella. La chica suspiró, dejó la foto en su sitio y se sentó junto al cerco.
- Ya, ya…- Murmuró. – Tranquilo, Bart.
Metió las manos entre los barrotes de plástico y empezó a acariciar el suave pelaje de aquel pobre animal maltratado. Empezó a entonar una calmada melodía que sirvió para dormir al perro maltrecho.