La Luz del Crepúsculo
Introducción
Ella se acerca con una sonrisa. Está herida; tiene arañazos en la cara y los brazos, e incluso uno en el cuello. El niño la mira con tristeza.
- No deberías hacer esto por mí. – Le dice.
- Pero quiero hacerlo. – Es Su respuesta.
Se sientan el uno junto al otro, mirando el atardecer que cae y convierte el cielo en una cúpula de fuego, naranja y roja. Entonces él se vuelve hacia Ella, la mira, repasa las heridas; algunas aún sangran. Ella gira la cabeza hacia él, y sonríe, esa sonrisa tan dulce, tan encantadora, esa sonrisa que ama.
Alza la mano, acaricia Su rostro, Sus labios, Su cuello. Lentamente, deja fluir su magia, su energía hacia Ella, para sanar esas heridas que, al fin y al cabo, se ha hecho para protegerlo.
Se metió en una pelea…por él. Por protegerlo cuando los demás le gritan, le tiran piedras. Por estar a su lado…De su lado. Lo menos que puede hacer es curarla, ¿no?
Ve que Sus ojos se llenan de lágrimas, demasiado abiertos, con las pupilas dilatadas. Pero Ella no actúa, no se mueve.
Apenas respira.
- ¡SUÉLTALA!
Todo se deshace.
Los aldeanos llegan, los separan, empujándolo con violencia, apartándolo de Ella. Y la niña jadea al fin, le da la espalda…y vomita.
Entonces recuerda que no puede sanar. Su poder, corrompido, sólo produce dolor. ¿Cómo pudo olvidarlo?
Ella se vuelve hacia él, y en sus ojos ve el pánico, el miedo, el daño que le ha hecho. El niño ahoga un grito de angustia. Todos lo miran, con odio, con desprecio, y empiezan a gritarle.
- ¡Maldito nekro!
- ¡Eres un monstruo!
- ¿¡Cómo te atreves a tocarla?!
- ¡No te mereces ni mirarla a la cara!
- ¡Bastardo nekro!
Y huye, huye de sus palabras, de su odio y su desdén, de su ira, pero también huye de la mirada aterrada de Ella, huye del dolor que pueda ocasionarle, huye de sí mismo, de su poder.
Elvos despertó bruscamente, con un grito atragantado en el cuello, empapado de sudor frío. Su corazón acelerado golpeaba su pecho con insistencia, irregular, como si quisiera salir.
Miró a su alrededor. La oscuridad era casi absoluta, sólo rota por una luz tenue, apenas perceptible, que llegaba del exterior por las dos ventanas.
Respiró hondo, y se tomó varios minutos para dejar que su corazón volviera a latir a un ritmo normal. Luego se quedó un rato más en silencio, tendido en su cama amplia, pero finalmente resopló y se sentó.
Sacó las piernas por el lado izquierdo, se calzó y señaló a un punto indeterminado de la pared. Una llama estalló en lo alto de una vela, puesta en un candelabro; se inició una cadena, y las velas se encendieron una detrás de la otra, dando la vuelta al cuarto e iluminándolo con su luz anaranjada.
Bajo aquella luminosidad fantasmagórica la habitación parecía incluso tétrica. Con la que usaban durante el día, la luz eléctrica que los chispa y los erek hacían correr por todas las instalaciones de la ciudad subterránea, la Ninnpa Fosc, era algo más acogedora.
Era grande pero escasamente decorada, de paredes marrones de roca. Había lámparas colgadas del techo, de pie en las esquinas superiores y una en la pared del fondo, entre las ventanas. El suelo estaba cubierto por una alfombra roja y suave.
La puerta estaba arriba a la derecha, no muy grande, de metal oscuro. La cama, con dosel y sábanas muy suaves, a su lado.
A la izquierda había un armario grande, aunque la mayor parte de su espacio estaba vacío; Elvos no usaba mucha variedad de ropa, solía decantarse por las túnicas negras y grises, con largas capas oscuras. Al otro lado del armario había otra librería, tan llena como las otras dos.
En la pared del fondo estaban las dos ventanas, separadas por un metro y medio entre ellas. Eran tan anchas como la puerta; empezaban medio metro por encima del suelo, y acababan cerca del altísimo techo.
Elvos se puso en pie y se acercó al escritorio. Se miró al espejo, y su reflejo, poco iluminado por la luz de las velas, le devolvió una mirada cansada y ojerosa. Tenía el cabello castaño claro, escalado, con algunos mechones por encima de los hombros. Sus ojos eran azules, profundos y rasgados; ya no recordaba la última vez que miraron algo con…amor. Con dulzura.
Desde la huída de la aldea, sólo había podido mirar con desdén, con odio y con arrogancia, incluso a sus aliados, a los más cercanos a él. Ya no recordaba lo que era amar.
Aunque, si lo pensaba, ¿alguna vez había querido a alguien?
Sí…tal vez a Ella…
Sacudió la cabeza, cerrando los ojos y forzándose a no pensar en esa niña que dejó atrás hacía tanto tiempo. Habían pasado tantos años que ya no recordaba su nombre, ni su aspecto, ni nada; sólo su sonrisa, luminosa y encantadora, y su mirada llena de terror cuando trató de sanar sus heridas.
Dejó el escritorio y se dirigió a las ventanas. Se asomó en una de ellas, apoyando el hombro al lado, y miró al exterior.
Frente a él se habría un túnel enorme, larguísimo. El fondo giraba a la derecha, pero era demasiado lejano y estaba demasiado oscuro para vislumbrarlo.
Los lados se alzaban, con largas ventanas que daban al interior de las galerías. En aquellas galerías vivían los que, como él, eran rechazados por la sociedad. Mágicos oscuros en su mayoría, al igual que Elvos, pero también otros; había allí invocadores, alquimistas,…La mayoría criminales, era cierto, pero también ellos necesitaban un lugar donde vivir en una paz relativa.
La Ninnpa Fosc era la única ciudad en todo el reino de Mekira que aceptaba albergar a los marginados y los fugitivos. Permanecía oculta e inalcanzable, situada bajo el extremo oeste de las montañas Taro; como la mayoría de sus habitantes tenían algún tipo de poder mágico o sensibilidad para algo, la ciudad estaba protegida con todos los medios posibles. Estaban las propias murallas naturales de las montañas, que la ocultaban, estaban los centinelas que guardaban sus amplias puertas negras, los kirin más poderosos de los invocadores.
Y también estaban Cerbero y sus Canes.
En resumen, la Ninnpa Fosc era impenetrable.
Elvos dejó vagar su mirada por el centro de la ciudad. Observó la plataforma que se alzaba por encima del suelo del túnel, ancho y largo hasta el fondo, gris con barandillas de metal. A los lados, entre los costados de la plataforma y las paredes de piedra de las galerías, estaban los fosos, oscuros y húmedos, fríos.
Y allí permanecían los prisioneros, moribundos, heridos y torturados, con sus poderes inutilizados.
Comida para los vástagos de Cerbero.
Elvos se permitió sonreír mientras observaba las sombras de aquellos que se oponían a su mandato. Hundidos en los fosos helados, se apretaban unos contra otros, formando grupos muy compactos en busca de algo de calor.
Muchos morían durante la noche, cuando el frío acababa con la vida que quedaba en sus desnudos y debilitados cuerpos.
No se sentía ni remotamente culpable. Al fin y al cabo, él les dio la oportunidad. Podían haberse unido a él, a su causa, a su misión de hacer de Mekira un lugar mejor donde el desprecio por aquellos que eran diferentes, en especial los mágicos oscuros como él, no existiera.
Pero la mayoría no aceptaba. Lo veían sólo como a un loco, ansioso de poder quizá, deseoso de quitarle el trono al rey.
El poder o el trono no le interesaban. Elvos sólo buscaba…
Aceptación.
- No deberías hacer esto por mí. – Le dice.
- Pero quiero hacerlo. – Es Su respuesta.
Se sientan el uno junto al otro, mirando el atardecer que cae y convierte el cielo en una cúpula de fuego, naranja y roja. Entonces él se vuelve hacia Ella, la mira, repasa las heridas; algunas aún sangran. Ella gira la cabeza hacia él, y sonríe, esa sonrisa tan dulce, tan encantadora, esa sonrisa que ama.
Alza la mano, acaricia Su rostro, Sus labios, Su cuello. Lentamente, deja fluir su magia, su energía hacia Ella, para sanar esas heridas que, al fin y al cabo, se ha hecho para protegerlo.
Se metió en una pelea…por él. Por protegerlo cuando los demás le gritan, le tiran piedras. Por estar a su lado…De su lado. Lo menos que puede hacer es curarla, ¿no?
Ve que Sus ojos se llenan de lágrimas, demasiado abiertos, con las pupilas dilatadas. Pero Ella no actúa, no se mueve.
Apenas respira.
- ¡SUÉLTALA!
Todo se deshace.
Los aldeanos llegan, los separan, empujándolo con violencia, apartándolo de Ella. Y la niña jadea al fin, le da la espalda…y vomita.
Entonces recuerda que no puede sanar. Su poder, corrompido, sólo produce dolor. ¿Cómo pudo olvidarlo?
Ella se vuelve hacia él, y en sus ojos ve el pánico, el miedo, el daño que le ha hecho. El niño ahoga un grito de angustia. Todos lo miran, con odio, con desprecio, y empiezan a gritarle.
- ¡Maldito nekro!
- ¡Eres un monstruo!
- ¿¡Cómo te atreves a tocarla?!
- ¡No te mereces ni mirarla a la cara!
- ¡Bastardo nekro!
Y huye, huye de sus palabras, de su odio y su desdén, de su ira, pero también huye de la mirada aterrada de Ella, huye del dolor que pueda ocasionarle, huye de sí mismo, de su poder.
Elvos despertó bruscamente, con un grito atragantado en el cuello, empapado de sudor frío. Su corazón acelerado golpeaba su pecho con insistencia, irregular, como si quisiera salir.
Miró a su alrededor. La oscuridad era casi absoluta, sólo rota por una luz tenue, apenas perceptible, que llegaba del exterior por las dos ventanas.
Respiró hondo, y se tomó varios minutos para dejar que su corazón volviera a latir a un ritmo normal. Luego se quedó un rato más en silencio, tendido en su cama amplia, pero finalmente resopló y se sentó.
Sacó las piernas por el lado izquierdo, se calzó y señaló a un punto indeterminado de la pared. Una llama estalló en lo alto de una vela, puesta en un candelabro; se inició una cadena, y las velas se encendieron una detrás de la otra, dando la vuelta al cuarto e iluminándolo con su luz anaranjada.
Bajo aquella luminosidad fantasmagórica la habitación parecía incluso tétrica. Con la que usaban durante el día, la luz eléctrica que los chispa y los erek hacían correr por todas las instalaciones de la ciudad subterránea, la Ninnpa Fosc, era algo más acogedora.
Era grande pero escasamente decorada, de paredes marrones de roca. Había lámparas colgadas del techo, de pie en las esquinas superiores y una en la pared del fondo, entre las ventanas. El suelo estaba cubierto por una alfombra roja y suave.
La puerta estaba arriba a la derecha, no muy grande, de metal oscuro. La cama, con dosel y sábanas muy suaves, a su lado.
A la izquierda había un armario grande, aunque la mayor parte de su espacio estaba vacío; Elvos no usaba mucha variedad de ropa, solía decantarse por las túnicas negras y grises, con largas capas oscuras. Al otro lado del armario había otra librería, tan llena como las otras dos.
En la pared del fondo estaban las dos ventanas, separadas por un metro y medio entre ellas. Eran tan anchas como la puerta; empezaban medio metro por encima del suelo, y acababan cerca del altísimo techo.
Elvos se puso en pie y se acercó al escritorio. Se miró al espejo, y su reflejo, poco iluminado por la luz de las velas, le devolvió una mirada cansada y ojerosa. Tenía el cabello castaño claro, escalado, con algunos mechones por encima de los hombros. Sus ojos eran azules, profundos y rasgados; ya no recordaba la última vez que miraron algo con…amor. Con dulzura.
Desde la huída de la aldea, sólo había podido mirar con desdén, con odio y con arrogancia, incluso a sus aliados, a los más cercanos a él. Ya no recordaba lo que era amar.
Aunque, si lo pensaba, ¿alguna vez había querido a alguien?
Sí…tal vez a Ella…
Sacudió la cabeza, cerrando los ojos y forzándose a no pensar en esa niña que dejó atrás hacía tanto tiempo. Habían pasado tantos años que ya no recordaba su nombre, ni su aspecto, ni nada; sólo su sonrisa, luminosa y encantadora, y su mirada llena de terror cuando trató de sanar sus heridas.
Dejó el escritorio y se dirigió a las ventanas. Se asomó en una de ellas, apoyando el hombro al lado, y miró al exterior.
Frente a él se habría un túnel enorme, larguísimo. El fondo giraba a la derecha, pero era demasiado lejano y estaba demasiado oscuro para vislumbrarlo.
Los lados se alzaban, con largas ventanas que daban al interior de las galerías. En aquellas galerías vivían los que, como él, eran rechazados por la sociedad. Mágicos oscuros en su mayoría, al igual que Elvos, pero también otros; había allí invocadores, alquimistas,…La mayoría criminales, era cierto, pero también ellos necesitaban un lugar donde vivir en una paz relativa.
La Ninnpa Fosc era la única ciudad en todo el reino de Mekira que aceptaba albergar a los marginados y los fugitivos. Permanecía oculta e inalcanzable, situada bajo el extremo oeste de las montañas Taro; como la mayoría de sus habitantes tenían algún tipo de poder mágico o sensibilidad para algo, la ciudad estaba protegida con todos los medios posibles. Estaban las propias murallas naturales de las montañas, que la ocultaban, estaban los centinelas que guardaban sus amplias puertas negras, los kirin más poderosos de los invocadores.
Y también estaban Cerbero y sus Canes.
En resumen, la Ninnpa Fosc era impenetrable.
Elvos dejó vagar su mirada por el centro de la ciudad. Observó la plataforma que se alzaba por encima del suelo del túnel, ancho y largo hasta el fondo, gris con barandillas de metal. A los lados, entre los costados de la plataforma y las paredes de piedra de las galerías, estaban los fosos, oscuros y húmedos, fríos.
Y allí permanecían los prisioneros, moribundos, heridos y torturados, con sus poderes inutilizados.
Comida para los vástagos de Cerbero.
Elvos se permitió sonreír mientras observaba las sombras de aquellos que se oponían a su mandato. Hundidos en los fosos helados, se apretaban unos contra otros, formando grupos muy compactos en busca de algo de calor.
Muchos morían durante la noche, cuando el frío acababa con la vida que quedaba en sus desnudos y debilitados cuerpos.
No se sentía ni remotamente culpable. Al fin y al cabo, él les dio la oportunidad. Podían haberse unido a él, a su causa, a su misión de hacer de Mekira un lugar mejor donde el desprecio por aquellos que eran diferentes, en especial los mágicos oscuros como él, no existiera.
Pero la mayoría no aceptaba. Lo veían sólo como a un loco, ansioso de poder quizá, deseoso de quitarle el trono al rey.
El poder o el trono no le interesaban. Elvos sólo buscaba…
Aceptación.