El Reloj de la Vida
Introducción
Habían pasado tres años ya. Tres estaciones frías habían dormido los bosques, tres veces las flores habían florecido, tres calurosos veranos habían caído sobre la tierra de Galedith, aunque sólo dos otoños habían desnudado los árboles.
Pero él no había regresado.
La mujer pensaba a menudo en el temerario y voluntarioso joven que a los diecisiete años había partido hacia las montañas en busca de los medios para lograr su destino.
Ahora debía tener veinte. Pero no había vuelto.
Miró por la ventana de su habitación, orientada al sur.
Aunque volviera, ella tampoco sabría por donde. Cada día oteaba el bosque en una dirección distinta, esperando verlo llegar la primera para poder correr en su ayuda.
Todos los días esperaba, sin descanso, sin flaquear, con fe ciega y absoluta. Pero eran ya tres años. Tres largos años, y él no había regresado a casa.
<Ya no volverá.> Se sorprendió pensando esa tarde. <Está muerto.>
La idea era tan horrible que se le encogió el corazón.
Sacudió la cabeza y se fue. Necesitaba despejarse. Necesitaba caminar en la paz del bosque, enrojecido por el tercer otoño, para calmarse y serenarse.
Pasó largo rato caminando, tratando de no pensar, de no recordar, sólo de ver y oír, ver y oír…
De pronto vio algo que destacaba, algo azul en el rugiente bosque cubierto de hojas caídas.
El corazón se le desbocó. Se llevó la mano al pecho y con la otra se frotó los ojos, esperando librarse del espejismo.
Pero allí estaba cuando volvió a mirar. Tambaleante, débil, arrastrando apenas lo que quedaba de un hacha rota, el hombre avanzaba.
La mujer lo miró un minuto, inmóvil, mientras él se acercaba. Entonces se detuvo, alzó la cabeza y lo miró por entre los mechones de su largo cabello.
Jamás olvidaría aquel instante.
Se había marchado siendo un niño. Era joven y alocado, seguro y jovial, un muchacho risueño y seguro de sí mismo y su destino.
Aquel no era él. Tal vez se le parecía, tal vez lo fue en el pasado, pero no era la misma persona. Aquel hombre tenía una mirada dura, y parecía curtido, maduro y frío. No era el muchacho que se fue.
Él se detuvo a unos pasos de ella, y sus facciones se suavizaron mucho cuando sonrió. No era una sonrisa como las que la mujer recordaba, pero aún pudo reconocer la cálida dulzura del niño que se marchó en pos de su destino.
- Eres tú. – Musitó.
- Hola, Deriva. – Susurró el hombre.
Y se derrumbó.
Pero él no había regresado.
La mujer pensaba a menudo en el temerario y voluntarioso joven que a los diecisiete años había partido hacia las montañas en busca de los medios para lograr su destino.
Ahora debía tener veinte. Pero no había vuelto.
Miró por la ventana de su habitación, orientada al sur.
Aunque volviera, ella tampoco sabría por donde. Cada día oteaba el bosque en una dirección distinta, esperando verlo llegar la primera para poder correr en su ayuda.
Todos los días esperaba, sin descanso, sin flaquear, con fe ciega y absoluta. Pero eran ya tres años. Tres largos años, y él no había regresado a casa.
<Ya no volverá.> Se sorprendió pensando esa tarde. <Está muerto.>
La idea era tan horrible que se le encogió el corazón.
Sacudió la cabeza y se fue. Necesitaba despejarse. Necesitaba caminar en la paz del bosque, enrojecido por el tercer otoño, para calmarse y serenarse.
Pasó largo rato caminando, tratando de no pensar, de no recordar, sólo de ver y oír, ver y oír…
De pronto vio algo que destacaba, algo azul en el rugiente bosque cubierto de hojas caídas.
El corazón se le desbocó. Se llevó la mano al pecho y con la otra se frotó los ojos, esperando librarse del espejismo.
Pero allí estaba cuando volvió a mirar. Tambaleante, débil, arrastrando apenas lo que quedaba de un hacha rota, el hombre avanzaba.
La mujer lo miró un minuto, inmóvil, mientras él se acercaba. Entonces se detuvo, alzó la cabeza y lo miró por entre los mechones de su largo cabello.
Jamás olvidaría aquel instante.
Se había marchado siendo un niño. Era joven y alocado, seguro y jovial, un muchacho risueño y seguro de sí mismo y su destino.
Aquel no era él. Tal vez se le parecía, tal vez lo fue en el pasado, pero no era la misma persona. Aquel hombre tenía una mirada dura, y parecía curtido, maduro y frío. No era el muchacho que se fue.
Él se detuvo a unos pasos de ella, y sus facciones se suavizaron mucho cuando sonrió. No era una sonrisa como las que la mujer recordaba, pero aún pudo reconocer la cálida dulzura del niño que se marchó en pos de su destino.
- Eres tú. – Musitó.
- Hola, Deriva. – Susurró el hombre.
Y se derrumbó.