La Espada del Dragón
Prefacio
Los carceleros lo llevaron fuera del Castillo, al prado.
Allí, el joven Príncipe vio a las trescientas personas arrodilladas y atadas, sujetas por multitud de guerreros que los mantenían en el suelo. No reconoció los rostros, pero le horrorizó el trato.
Lo acercaron a esa gente, pero no lo mezclaron. Por el contrario, lo hicieron volverse, y el muchacho vio que alguien más se acercaba. Todo su cuerpo estaba cubierto por la ropa (camisa, perneras, botas y guantes), dejando a la vista sólo su rostro y su melena rebelde y negra.
El Regente se paró frente a él e hizo un gesto indiferente con la mano, señalando a esos trescientos rostros.
- Han sido acusados de traición…- Anunció. - …y su castigo es la muerte.
- ¿¡Qué?!
El Príncipe se revolvió, pero fue sujetado por sus carceleros. El Regente le dirigió una mirada sin sentimientos.
- ¿¡Cuál es su crimen?!
- Ayudarte a huir.
- ¡No conozco a ninguno de ellos!
- Pero ellos a ti sí. Algunos desviaron la mirada al verte, otros te ignoraron cuando pasabas a su lado. Todos te ayudaron de un modo u otro.
- ¡No pueden pagar por esto! ¡No han hecho nada malo! ¡No se lo merecen! ¡Mátame en su lugar!
Cayó el silencio, y el muchacho se dio cuenta de lo que había dicho.
No se arrepintió.
- Mátame en su lugar. – Dijo. – Si no hay Dragón, no hay crimen. Soy el último. ¿Qué más dará entonces? Déjalos. Mátame y déjalos. No se lo merecen.
Lentamente, los brazos que lo rodeaban lo soltaron por fin, y una mano lo empujó para que se arrodillara.
- Sea. – Pronunció el Regente.
El joven desvió la mirada y vio todos aquellos rostros que lo contemplaban. No reconoció ninguno. No obstante, no importaba. Conocidos o desconocidos, no tenía importancia. Eran su gente, y en el fondo de su corazón se alegraba de morir por ellos.
Mientras la maza silbaba en el aire, la última sensación del Príncipe de Litaria fue de paz.
Allí, el joven Príncipe vio a las trescientas personas arrodilladas y atadas, sujetas por multitud de guerreros que los mantenían en el suelo. No reconoció los rostros, pero le horrorizó el trato.
Lo acercaron a esa gente, pero no lo mezclaron. Por el contrario, lo hicieron volverse, y el muchacho vio que alguien más se acercaba. Todo su cuerpo estaba cubierto por la ropa (camisa, perneras, botas y guantes), dejando a la vista sólo su rostro y su melena rebelde y negra.
El Regente se paró frente a él e hizo un gesto indiferente con la mano, señalando a esos trescientos rostros.
- Han sido acusados de traición…- Anunció. - …y su castigo es la muerte.
- ¿¡Qué?!
El Príncipe se revolvió, pero fue sujetado por sus carceleros. El Regente le dirigió una mirada sin sentimientos.
- ¿¡Cuál es su crimen?!
- Ayudarte a huir.
- ¡No conozco a ninguno de ellos!
- Pero ellos a ti sí. Algunos desviaron la mirada al verte, otros te ignoraron cuando pasabas a su lado. Todos te ayudaron de un modo u otro.
- ¡No pueden pagar por esto! ¡No han hecho nada malo! ¡No se lo merecen! ¡Mátame en su lugar!
Cayó el silencio, y el muchacho se dio cuenta de lo que había dicho.
No se arrepintió.
- Mátame en su lugar. – Dijo. – Si no hay Dragón, no hay crimen. Soy el último. ¿Qué más dará entonces? Déjalos. Mátame y déjalos. No se lo merecen.
Lentamente, los brazos que lo rodeaban lo soltaron por fin, y una mano lo empujó para que se arrodillara.
- Sea. – Pronunció el Regente.
El joven desvió la mirada y vio todos aquellos rostros que lo contemplaban. No reconoció ninguno. No obstante, no importaba. Conocidos o desconocidos, no tenía importancia. Eran su gente, y en el fondo de su corazón se alegraba de morir por ellos.
Mientras la maza silbaba en el aire, la última sensación del Príncipe de Litaria fue de paz.