La Luz del Crepúsculo
Capítulo I
En el pueblo de Kalye, al este de las montañas Taro, las pueblerinas se encontraban en el mercado. Solían ir en parejas o tríos para comprar, y cada pocos pasos se paraban a charlar con otro grupo. Con todo, las compras duraban casi todo el día, pero así los chismes, los rumores y las historias llegaban a todos los rincones del pueblo.
Hacía ya una temporada que el tema principal de conversación en el mercado era la Curandera Vital, Serai.
Los curanderos eran mágicos cuyo poder se basaba especialmente en la sanación de heridas y enfermedades. El reino era famoso por sus poderosos curanderos.
No obstante, los vitales eran un poco distintos. Digamos que su poder era mayor, y podían hacer crecer flores y plantas pequeñas.
Serai era, dentro la escasa subclase de Curanderos Vitales, excepcional en todos los sentidos. Nacida, decían, en la capital, Mekira, se mudó con sus padres a muy temprana edad a una aldea sin nombre para gozar de la libertad de la naturaleza y la calma de los lugares apartados.
Tuvieron que llevarla allí para que su excepcional poder se desarrollara sin problemas.
Dónde se encontraban los límites de ese poder, nadie lo sabía con exactitud. Algunos decían que podía sanar a los heridos en una guerra, sin detenerse ni un solo instante, durante días. Otros aseguraban que podía hacer crecer incluso árboles. Unos pocos decían que los bebés se desarrollaban en los vientres de sus madres si ella estaba cerca. Los últimos estaban convencidos de que podía devolver la vida a los muertos.
Todo habladurías, claro. Las pueblerinas de Kalye no sentían curiosidad por el poder de Serai, sino por su actitud.
Viajaba por todo el reino, decían, ayudando a los granjeros con las malas cosechas, sanando a los enfermos y curando a los heridos que encontraba a su paso. Nunca se detenía. Seguía vagando, como si no encontrara su lugar.
Los rumores decían que nunca sonreía. Siempre solícita, educada y respetuosa, pero jamás, jamás sonriendo. También decían que frecuentaba extrañas compañías.
Iba con un fobos, una criatura oscura con la forma de un caballo de largo pelaje y cuernos de ciervo; el equivalente oscuro del unicornio, se decía, y que provocaba pesadillas a su alrededor, comiéndolas luego, consumiendo el alma y matando de miedo a quien estuviera cerca el tiempo suficiente.
También se rumoreaba que iba con un can, un hijo de Cerbero. Se decía que era como un perro de largo pelaje rizado y negro, patas delgadas y morro largo, mirada fiera y cuerpo poderoso.
Extraña combinación. Una curandera vital, tan pura y poderosa, acompañada por criaturas despreciables y oscuras como esas. Inaudito. Increíble.
Otro de los rumores que circulaban sobre ella era que pertenecía a Salvadores, un grupo que luchaba por el pueblo y los inocentes, y que predicaba la lealtad, la justicia y la bondad. El rey estaba en proceso de aceptar el grupo como una entidad oficial, pero por el momento no se sabía dónde estaba su base ni quiénes eran sus miembros.
En esos momentos, los Salvadores luchaban con ahínco contra el Emperador Elvos.
Los rumores que corrían sobre él eran distintos y escalofriantes. Decían que era un mágico oscuro, y en eso todos coincidían. Un mágico oscuro, un nekro, era una persona con el don de la magia, pero por algún motivo esa magia estaba corrompida; no podía sanar ni hacer nada que tuviera que ver con la vida, como hacer crecer plantas; en cambio, sus poderes destructivos eran más grandes de lo normal.
A nadie le gustaban los mágicos oscuros. Eran arrogantes, malvados.
Muchos aseguraban que el Emperador Elvos, desde su ciudad subterránea, trataba de someter el reino para usurpar el trono y hacerse con el poder. Otros decían que su única intención era la de que los mágicos como él fueran aceptados por la sociedad, y estaba dispuesto a cualquier cosa.
Sea como fuere, una cosa estaba clara: Elvos daba la oportunidad a los mágicos y abytänios de todo el reino. Se decía que los emisarios del Emperador abordaban a todo aquel que tuviera poderes o sensibilidad, y les proponían jurar fidelidad a su señor, servir a su causa y poner sus dones a su disposición.
Si la respuesta era afirmativa, se suponía que los sujetos eran marcados con un tatuaje en la espalda, la marca de una calavera que los señalaba como aliados; la traición era castigada…pero nadie sabía exactamente con qué.
Si la respuesta era negativa, los sujetos desaparecían sin dejar rastro.
Algunos aseguraban que morían, pero no era probable, pues sus cuerpos nunca eran encontrados. Otros decían que eran llevados a la ciudad subterránea, y allí eran torturados, humillados y finalmente asesinados.
Era cruel, decían las pueblerinas. Cruel y malvado. De un mágico oscuro, ¿qué otra cosa se podía esperar?
Serai pasaba junto al pueblo de Kalye. Permanecía en la frontera, alejada de miradas indiscretas. Rara vez se adentraba en las aldeas, los pueblos y las ciudades, ya que prefería la soledad, o mejor dicho la compañía de sus dos grandes amigos, Feb, el fobos, y Kero, el can.
Sabía que la presencia de sus amigos, en especial de Kero, incomodaba a los humanos, y por eso se alejaba.
Feb meneó la cabeza y miró al cielo del atardecer, rojo como el fuego. Serai cogió su bastón de curandera con una mano, posó la otra en el cuerpo cálido de su compañero, acariciando su suave pelaje, largo y sedoso, y alzó el rostro también.
Los atardeceres nunca le habían gustado.
- Vamos. – Susurró con su hermosa voz, fría pero sensual.
Siguió caminando. Su corta capa de color verde claro, ligeramente azulada, ondeó a su espalda por debajo de su melena negra, larga, que enmarcaba un rostro pálido donde brillaban dos ojos azules y profundos como pozos.
Su tobillo derecho lucía un aro plateado que giraba y lanzaba destellos de luz con cada leve movimiento. Era la señal de que era una curandera. Normalmente se los reconocía por su bastón blanco, cuya piedra en la punta estaba siempre henchida de luz, por su traje blanco y verde azulado, pero, por si en alguna ocasión decidían cambiar sus vestimentas, aquel aro los identificaba.
Feb trotó hasta ella y siguió sus pasos, a su lado, acariciándola de vez en cuando con su suave cabello, rozando la melena negra de Serai con la punta del morro. El fobos llevaba unas bolsas a su espalda, en las que había cambios de muda para la curandera, comida y dinero; también llevaba una brida para él, pero la joven no se la ponía casi nunca. En realidad, no solía montar. Prefería caminar junto a él, demostrando que no era su montura ni su mascota, sino su amigo, su compañero de viajes y fatigas.
Igual era Kero, que correteaba de aquí para allá, avistando el peligro y ocultándose en las sombras cuando los humanos se acercaban. Era un can, sí, un hijo de Cerbero; debería haber permanecido en su manada, custodiando a su padre…o su madre, depende de cómo se mire. No obstante, su familia murió asesinada por los cazadores, y se quedó solo. Serai lo encontró, y decidieron ir juntos en el viaje de sanación de la curandera.
Aquella era su única compañía. Y no necesitaba a nadie más.
Vieron las montañas Taro no muy lejos, y una granja a sus pies. Era extraño; en aquella zona era difícil tirar adelante una granja.
Feb miró intensamente a Serai con sus ojos rojos como la sangre, diciéndole en silencio que aquella era la oportunidad. Ella no era una zoodor, no entendía a los animales, pero sí comprendía a Feb y a Kero, ya que había pasado los últimos años con ellos.
La curandera asintió con la cabeza. Aquella granja necesitaría su ayuda, su apoyo. A cambio les pediría pasar la noche allí.
Miró al can. Él le devolvió una mirada enfurruñada, pero finalmente agachó la cabeza y salió corriendo. Comprendía que no podía estar cerca de otros humanos, ya que los horrorizaría, y probablemente tratarían de matarlo. Sólo Serai y algunos conocidos suyos lo aceptaban.
Una vez Kero se alejó y se internó en las sombras más absolutas, la curandera se encaminó hacia la granja en silencio. Feb la siguió, sin que sus pezuñas marrones hicieran el más mínimo ruido.
Tardaron quince minutos en llegar a la granja. Cuando del sol sólo quedaba una uña roja en el horizonte, cruzaron la valla y llamaron a la puerta de madera.
Abrió una mujer regordeta y de mediana edad, cabello castaño recogido en un moño y ojos marrones. Miró a Serai con curiosidad durante un segundo; luego, su mirada se desvió a todo lo que se veía entonces de Feb: sus ojos rojos y su silueta difusa.
Dio un paso atrás, espantada. Todos sabían que esas criaturas devoraban las pesadillas que ellas mismas provocaban, y acababan por matar a sus víctimas.
- Disculpe la intromisión, señora. – Dijo la curandera con suavidad, llamando su atención de nuevo. – Necesito un lugar donde pasar la noche. Agradecería un lugar en el que yo y mi compañero pudiéramos dormir, aunque fuera en el granero; yo, a cambio, puedo ayudarles a adelantar la cosecha con mi poder.
Levantó ligeramente su vara blanca para mostrar su condición. La mujer titubeó, aún atemorizada por la presencia del fobos, pero ató cabos enseguida.
- ¿Eres…Serai? – Preguntó. - ¿Serai, la Curandera Vital?
- Sí.
- Oh…oh, entiendo.
Se volvió ligeramente hacia el interior de la casa y llamó a su marido, que se acercó unos instantes después. Era un hombre espigado de cabello rebelde y negro. Sus ojos celestes estaban muy abiertos, dándole un aire de sorpresa. Su esposa le dijo lo que hacía al caso, y aceptó encantado la presencia de Serai, y más todavía la ayuda que le pretendía dar.
- Pero esa criatura…- Dijo, señalando a Feb. – Lo siento, jovencita, no lo quiero aquí.
Ella asintió. Nadie solía aceptar al fobos. Se volvió hacia su acompañante.
- Espera fuera. – Pidió.
El animal movió la cabeza, indignado, pero dio la vuelta y se alejó al trote.
La mujer puso frente a Serai un cuenco con sopa aguada.
- Sé que no es mucho, pero, por favor, acéptalo. – Pidió.
- Gracias. – Agradeció la curandera.
La pareja la observó detenidamente mientras ella comía en silencio. Unos minutos después, la esposa no pudo aguantar más.
- ¿Por qué vas acompañada de esa horrible criatura? – Preguntó. – Quiero decir, ¿no te provoca pesadillas?
Serai agachó la cabeza y dejó el cuenco en la mesa.
- Es un error común. – Explicó, muy calmada. – Los fobos como mi compañero son confundidos casi siempre con las pesadillas, criaturas con forma de caballo de crines y cascos en llamas. Las pesadillas sí producen malos sueños, y se alimentan de éstos, pero de ningún modo matan de miedo a sus víctimas. Los fobos no tienen ninguna de esas habilidades.
- ¿En…en serio? – Hizo la mujer, sorprendida.
- Sí. Son criaturas oscuras, es cierto, ¿pero qué tiene de malo? Sí, su elemento es la sombra, se mueven en la noche y su color es el negro, ¿qué mal hay en ello? Son fieles, inteligentes y solitarios, y no atacan a no ser que se vean amenazados.
La otra la miró con sorpresa. Serai se forzó a alzar la mirada hacia ella y mostrar un amago de sonrisa. Lo hacía con toda su buena intención, pero todo lo que lograba era entrecerrar sus ojos azules y curvar apenas los labios, dándole un aspecto…estremecedor.
- Feb, mi compañero, es un fiel amigo. – Explicó. – Lleva años acompañándome en mis viajes.
- Tus…tus viajes. – Repitió la mujer. - ¿Es cierto que vagas por todo el reino, sanando y curando?
- Cielos, no. No podría. Sólo en una ocasión crucé el río Kan, al otro lado del bosque y las montañas, y fue hace muchos años. Voy de aquí para allá en el lado este del reino, sin rumbo fijo. Pero es cierto que me dedico a sanar y curar a quien encuentro.
- ¿En verdad tienes el poder de devolver la vida a los muertos?
- Nunca lo he intentado.
Aquella era una respuesta muy vaga, y todos lo notaron. Aún así, la mujer no insistió.
- ¿Puedes hacer crecer los árboles?
- No como todos creen. Puedo hacer que crezcan un par de centímetros los más jóvenes, o que broten de sus semillas, o que sus flores se abran más deprisa para dar paso a los frutos, pero nada más. No soy omnipotente.
- Oh, claro, claro. – Dudó. – Y…¿es cierto que…ya sabes…perteneces a Salvadores?
En esta ocasión, Serai titubeó visiblemente. Estrechó la mirada clavada en el cuenco a medio vaciar, pensativa.
- No soy un miembro como los demás. – Dijo al fin.
No dio más explicaciones.
Instalaron a Serai en la habitación de su hijo, que había partido a la capital para entrar en el ejército personal del rey, y luego de decirle que los llamara si necesitaba algo se metieron en su cama.
- ¿Puedes creerlo? – Murmuró el hombre, excitado. - ¡Serai, la Curandera Vital!
- ¡Chist! – Se quejó su esposa. - ¡Estas paredes son de papel, podría oírte!
- ¿Y qué? ¡Debe estar muy orgullosa de que todos la conozcan!
- …Me da repelús, querido.
- …Sí. Hay algo que asusta en su mirada.
- Tan fría…tan distante.
- ¿Y qué es eso de que vaga sin rumbo?
Estuvieron en silencio un rato, abrazados pero sin dormir. Entonces, ella volvió a hablar.
- ¿Sabes lo que creo? Que esa chica está buscando algo.
Él asintió y le dirigió a su esposa una mirada extraña.
- O a alguien.
La mayoría de curanderos usaban su vara para esas cosas. Dejaban que su poder fluyera por la luz de su punta y llegara a aquello que querían sanar, o, como era el caso, a las plantas y hortalizas.
Serai era distinta. Dejó su vara ceñida a su espalda y se arrodilló en el huerto, con cuidado de no mancharse el vestido inmaculadamente blanco con sobrefalda verde-azulada. Cerró los ojos con suavidad, dejando sus labios entreabiertos, y posó las manos en la tierra.
Un aura tenue, pálida, la rodeó, haciendo ondear su capa y su melena negra.
Y las plantas empezaron a crecer, lenta, muy lentamente, y no se detuvieron hasta que las flores, ya nacidas y abiertas, empezaron a caer. Fue entonces cuando la curandera exhaló y se inclinó hacia delante, poniéndose las manos en el pecho.
- ¡Curandera! – Exclamó la mujer, preocupada.
Pero ella movió la cabeza, quitándose el cabello de la cara, y se puso en pie. Su rostro no mostraba el más mínimo rastro de cansancio.
- Gracias por todo. – Dijo. – Esto es cuanto puedo hacer por vosotros.
Pasó junto a la pareja y se marchó.
Hombre y mujer se quedaron allí, observando la obra que Serai había hecho en su huerto. En poco tiempo tendrían la cosecha lista. Era…como un milagro.
- Querida…- Hizo él de pronto.
Se miraron a los ojos. Ambos estaban pensando lo mismo.
- ¿Qué es esa chica?
Se reunió con Feb más allá de la verja que rodeaba la granja. Acarició a su compañero, pidiéndole disculpas en silencio, y continuó su camino sin dudar; él la siguió, fiel e incansable. Poco después se les unió el revoltoso Kero, que esperó sólo el tiempo suficiente para que Serai le acariciara la cabeza y echó a correr, adelantándose y atrasándose, dando vueltas, observando, olisqueando, buscando el peligro para proteger a la curandera con su vida.
Caminaron durante todo el día, sin prisa pero sin pausa. A mediodía no se detuvieron; la joven, mientras caminaba, comió el pan que el amable matrimonio le había dado aquella mañana, sin parar a descansar.
En más de una ocasión, Feb agachó la cabeza y tocó la cadera de Serai con los cuernos y el cuello, instándola a montar en su lomo, queriéndole decir que no le importaba hacer de montura para su amiga. No obstante, ella nunca lo hizo.
Tenía que estar realmente agotada para permitirse algo así.
De modo que siguieron sin descanso hacia el norte, hasta topar con el río Taro, que recibía el nombre de las montañas en las que nacía. Siguieron su curso, caudaloso pero tranquilo, hacia el oeste, hacia los montes, y cuando las tuvieron casi encima llegaron a su destino.
Se trataba de una choza destartalada en la que nadie se fijaría. Se encontraba parcialmente metida en la pared de la montaña, junto al río; sus ventanas estaban sucias, la puerta torcida y el techo agujereado.
Serai abrió con cuidado. Toda la casa pareció gemir por la intromisión. Franqueó el paso a sus dos compañeros, que trotaron al interior, y luego entró.
Estaba oscuro, polvoriento y húmedo. Era una sola estancia pequeña y escasamente amueblada. Claro que no hacía falta gran cosa.
Apartó la mesa del centro, coja y llena de mellas. En el suelo había una trampilla apenas visible; cogió la anilla y tiró. Era pesada, muy pesada; apenas logró levantarla unos pocos centímetros.
Por supuesto, aquello ocurría todas las veces. Feb se acercó y le acarició el rostro con el morro, muy dulcemente. Serai asintió, se levantó y le puso la brida a su compañero; ató las riendas a la anilla, y el fobos tiró.
Esta vez se abrió del todo, hasta dejar caer la portezuela en el suelo con pesadez, levantando una nube de polvo.
- Gracias. – Susurró la curandera.
El animal resopló. La joven le quitó la brida y la guardó nuevamente; Kero ya había bajado precipitadamente las escaleras, como si en aquel lugar pudiera haber peligro para Serai.
La curandera siguió al can, y tras ella bajó el fobos.
Los escalones eran estrechos y altos, y había muchos. Se bajaba durante varios minutos, sin descanso, sin luz. Aquel no era un lugar apto para claustrofóbicos.
Finalmente dejaron atrás la escalera y se adentraron en un pasillo no muy ancho, tampoco demasiado alto, pero por suerte corto. Al fondo ya se veía la luz de la Sala Principal.
Era una habitación grande, rectangular, de paredes blancas, columnas y salidas a otros pasillos. La luz corría por la sala gracias a los kirin de electricidad con los que los invocadores estaban aliados.
En realidad era una cueva artificial, construida hacía siglos por contrabandistas para guardar sus mercancías.
Ahora, era la sede de los Salvadores.
Allí, sentados en sillones o debatiendo algún tema sin importancia en la mesa del centro, habían varios miembros.
Serai los repasó rápidamente con la mirada, aunque Kero ya lo había hecho antes para asegurarse de que el peligro no existía allí.
Había una pirotécnica, también llamada “maga de fuego”, cuyo poder se basaba en ese elemento; vestía el traje típico de las pirotécnicas, sensual, estrecho, que dejaba hombros, brazos y vientre a la vista. Se llamaba…algo como Keyra. Serai no estaba segura.
Había otras personas que se volvieron hacia ella al verla llegar. Estaba Giyn, un invocador que llevaba muchos años siendo su más íntimo amigo…Que no era mucho. También había algún curandero y un par de mágicos; uno era hechicero, el otro su aprendiz.
Rilran, el zoodor, no estaba. Nunca estaba.
- ¡Otra vez! – Exclamó la pirotécnica.
Serai se forzó a no rodar la mirada y volverse hacia ella. La mujer miraba con asco a Kero, que le enseñaba los dientes con gesto amenazador.
- ¿Cómo puedes llevar contigo a esa cosa? – Se quejó Keyra, desagradable. - ¡Es horrible!
- Es mi amigo. – Fue la respuesta de la curandera.
Giyn sonrió.
- Me alegro de verte. – Saludó dulcemente.
Serai no respondió, se limitó a caminar hacia él y sentarse a su lado, con Feb pegado a los talones; no se sentía bien en aquel lugar tan lleno de luz.
Hacía ya una temporada que el tema principal de conversación en el mercado era la Curandera Vital, Serai.
Los curanderos eran mágicos cuyo poder se basaba especialmente en la sanación de heridas y enfermedades. El reino era famoso por sus poderosos curanderos.
No obstante, los vitales eran un poco distintos. Digamos que su poder era mayor, y podían hacer crecer flores y plantas pequeñas.
Serai era, dentro la escasa subclase de Curanderos Vitales, excepcional en todos los sentidos. Nacida, decían, en la capital, Mekira, se mudó con sus padres a muy temprana edad a una aldea sin nombre para gozar de la libertad de la naturaleza y la calma de los lugares apartados.
Tuvieron que llevarla allí para que su excepcional poder se desarrollara sin problemas.
Dónde se encontraban los límites de ese poder, nadie lo sabía con exactitud. Algunos decían que podía sanar a los heridos en una guerra, sin detenerse ni un solo instante, durante días. Otros aseguraban que podía hacer crecer incluso árboles. Unos pocos decían que los bebés se desarrollaban en los vientres de sus madres si ella estaba cerca. Los últimos estaban convencidos de que podía devolver la vida a los muertos.
Todo habladurías, claro. Las pueblerinas de Kalye no sentían curiosidad por el poder de Serai, sino por su actitud.
Viajaba por todo el reino, decían, ayudando a los granjeros con las malas cosechas, sanando a los enfermos y curando a los heridos que encontraba a su paso. Nunca se detenía. Seguía vagando, como si no encontrara su lugar.
Los rumores decían que nunca sonreía. Siempre solícita, educada y respetuosa, pero jamás, jamás sonriendo. También decían que frecuentaba extrañas compañías.
Iba con un fobos, una criatura oscura con la forma de un caballo de largo pelaje y cuernos de ciervo; el equivalente oscuro del unicornio, se decía, y que provocaba pesadillas a su alrededor, comiéndolas luego, consumiendo el alma y matando de miedo a quien estuviera cerca el tiempo suficiente.
También se rumoreaba que iba con un can, un hijo de Cerbero. Se decía que era como un perro de largo pelaje rizado y negro, patas delgadas y morro largo, mirada fiera y cuerpo poderoso.
Extraña combinación. Una curandera vital, tan pura y poderosa, acompañada por criaturas despreciables y oscuras como esas. Inaudito. Increíble.
Otro de los rumores que circulaban sobre ella era que pertenecía a Salvadores, un grupo que luchaba por el pueblo y los inocentes, y que predicaba la lealtad, la justicia y la bondad. El rey estaba en proceso de aceptar el grupo como una entidad oficial, pero por el momento no se sabía dónde estaba su base ni quiénes eran sus miembros.
En esos momentos, los Salvadores luchaban con ahínco contra el Emperador Elvos.
Los rumores que corrían sobre él eran distintos y escalofriantes. Decían que era un mágico oscuro, y en eso todos coincidían. Un mágico oscuro, un nekro, era una persona con el don de la magia, pero por algún motivo esa magia estaba corrompida; no podía sanar ni hacer nada que tuviera que ver con la vida, como hacer crecer plantas; en cambio, sus poderes destructivos eran más grandes de lo normal.
A nadie le gustaban los mágicos oscuros. Eran arrogantes, malvados.
Muchos aseguraban que el Emperador Elvos, desde su ciudad subterránea, trataba de someter el reino para usurpar el trono y hacerse con el poder. Otros decían que su única intención era la de que los mágicos como él fueran aceptados por la sociedad, y estaba dispuesto a cualquier cosa.
Sea como fuere, una cosa estaba clara: Elvos daba la oportunidad a los mágicos y abytänios de todo el reino. Se decía que los emisarios del Emperador abordaban a todo aquel que tuviera poderes o sensibilidad, y les proponían jurar fidelidad a su señor, servir a su causa y poner sus dones a su disposición.
Si la respuesta era afirmativa, se suponía que los sujetos eran marcados con un tatuaje en la espalda, la marca de una calavera que los señalaba como aliados; la traición era castigada…pero nadie sabía exactamente con qué.
Si la respuesta era negativa, los sujetos desaparecían sin dejar rastro.
Algunos aseguraban que morían, pero no era probable, pues sus cuerpos nunca eran encontrados. Otros decían que eran llevados a la ciudad subterránea, y allí eran torturados, humillados y finalmente asesinados.
Era cruel, decían las pueblerinas. Cruel y malvado. De un mágico oscuro, ¿qué otra cosa se podía esperar?
Serai pasaba junto al pueblo de Kalye. Permanecía en la frontera, alejada de miradas indiscretas. Rara vez se adentraba en las aldeas, los pueblos y las ciudades, ya que prefería la soledad, o mejor dicho la compañía de sus dos grandes amigos, Feb, el fobos, y Kero, el can.
Sabía que la presencia de sus amigos, en especial de Kero, incomodaba a los humanos, y por eso se alejaba.
Feb meneó la cabeza y miró al cielo del atardecer, rojo como el fuego. Serai cogió su bastón de curandera con una mano, posó la otra en el cuerpo cálido de su compañero, acariciando su suave pelaje, largo y sedoso, y alzó el rostro también.
Los atardeceres nunca le habían gustado.
- Vamos. – Susurró con su hermosa voz, fría pero sensual.
Siguió caminando. Su corta capa de color verde claro, ligeramente azulada, ondeó a su espalda por debajo de su melena negra, larga, que enmarcaba un rostro pálido donde brillaban dos ojos azules y profundos como pozos.
Su tobillo derecho lucía un aro plateado que giraba y lanzaba destellos de luz con cada leve movimiento. Era la señal de que era una curandera. Normalmente se los reconocía por su bastón blanco, cuya piedra en la punta estaba siempre henchida de luz, por su traje blanco y verde azulado, pero, por si en alguna ocasión decidían cambiar sus vestimentas, aquel aro los identificaba.
Feb trotó hasta ella y siguió sus pasos, a su lado, acariciándola de vez en cuando con su suave cabello, rozando la melena negra de Serai con la punta del morro. El fobos llevaba unas bolsas a su espalda, en las que había cambios de muda para la curandera, comida y dinero; también llevaba una brida para él, pero la joven no se la ponía casi nunca. En realidad, no solía montar. Prefería caminar junto a él, demostrando que no era su montura ni su mascota, sino su amigo, su compañero de viajes y fatigas.
Igual era Kero, que correteaba de aquí para allá, avistando el peligro y ocultándose en las sombras cuando los humanos se acercaban. Era un can, sí, un hijo de Cerbero; debería haber permanecido en su manada, custodiando a su padre…o su madre, depende de cómo se mire. No obstante, su familia murió asesinada por los cazadores, y se quedó solo. Serai lo encontró, y decidieron ir juntos en el viaje de sanación de la curandera.
Aquella era su única compañía. Y no necesitaba a nadie más.
Vieron las montañas Taro no muy lejos, y una granja a sus pies. Era extraño; en aquella zona era difícil tirar adelante una granja.
Feb miró intensamente a Serai con sus ojos rojos como la sangre, diciéndole en silencio que aquella era la oportunidad. Ella no era una zoodor, no entendía a los animales, pero sí comprendía a Feb y a Kero, ya que había pasado los últimos años con ellos.
La curandera asintió con la cabeza. Aquella granja necesitaría su ayuda, su apoyo. A cambio les pediría pasar la noche allí.
Miró al can. Él le devolvió una mirada enfurruñada, pero finalmente agachó la cabeza y salió corriendo. Comprendía que no podía estar cerca de otros humanos, ya que los horrorizaría, y probablemente tratarían de matarlo. Sólo Serai y algunos conocidos suyos lo aceptaban.
Una vez Kero se alejó y se internó en las sombras más absolutas, la curandera se encaminó hacia la granja en silencio. Feb la siguió, sin que sus pezuñas marrones hicieran el más mínimo ruido.
Tardaron quince minutos en llegar a la granja. Cuando del sol sólo quedaba una uña roja en el horizonte, cruzaron la valla y llamaron a la puerta de madera.
Abrió una mujer regordeta y de mediana edad, cabello castaño recogido en un moño y ojos marrones. Miró a Serai con curiosidad durante un segundo; luego, su mirada se desvió a todo lo que se veía entonces de Feb: sus ojos rojos y su silueta difusa.
Dio un paso atrás, espantada. Todos sabían que esas criaturas devoraban las pesadillas que ellas mismas provocaban, y acababan por matar a sus víctimas.
- Disculpe la intromisión, señora. – Dijo la curandera con suavidad, llamando su atención de nuevo. – Necesito un lugar donde pasar la noche. Agradecería un lugar en el que yo y mi compañero pudiéramos dormir, aunque fuera en el granero; yo, a cambio, puedo ayudarles a adelantar la cosecha con mi poder.
Levantó ligeramente su vara blanca para mostrar su condición. La mujer titubeó, aún atemorizada por la presencia del fobos, pero ató cabos enseguida.
- ¿Eres…Serai? – Preguntó. - ¿Serai, la Curandera Vital?
- Sí.
- Oh…oh, entiendo.
Se volvió ligeramente hacia el interior de la casa y llamó a su marido, que se acercó unos instantes después. Era un hombre espigado de cabello rebelde y negro. Sus ojos celestes estaban muy abiertos, dándole un aire de sorpresa. Su esposa le dijo lo que hacía al caso, y aceptó encantado la presencia de Serai, y más todavía la ayuda que le pretendía dar.
- Pero esa criatura…- Dijo, señalando a Feb. – Lo siento, jovencita, no lo quiero aquí.
Ella asintió. Nadie solía aceptar al fobos. Se volvió hacia su acompañante.
- Espera fuera. – Pidió.
El animal movió la cabeza, indignado, pero dio la vuelta y se alejó al trote.
La mujer puso frente a Serai un cuenco con sopa aguada.
- Sé que no es mucho, pero, por favor, acéptalo. – Pidió.
- Gracias. – Agradeció la curandera.
La pareja la observó detenidamente mientras ella comía en silencio. Unos minutos después, la esposa no pudo aguantar más.
- ¿Por qué vas acompañada de esa horrible criatura? – Preguntó. – Quiero decir, ¿no te provoca pesadillas?
Serai agachó la cabeza y dejó el cuenco en la mesa.
- Es un error común. – Explicó, muy calmada. – Los fobos como mi compañero son confundidos casi siempre con las pesadillas, criaturas con forma de caballo de crines y cascos en llamas. Las pesadillas sí producen malos sueños, y se alimentan de éstos, pero de ningún modo matan de miedo a sus víctimas. Los fobos no tienen ninguna de esas habilidades.
- ¿En…en serio? – Hizo la mujer, sorprendida.
- Sí. Son criaturas oscuras, es cierto, ¿pero qué tiene de malo? Sí, su elemento es la sombra, se mueven en la noche y su color es el negro, ¿qué mal hay en ello? Son fieles, inteligentes y solitarios, y no atacan a no ser que se vean amenazados.
La otra la miró con sorpresa. Serai se forzó a alzar la mirada hacia ella y mostrar un amago de sonrisa. Lo hacía con toda su buena intención, pero todo lo que lograba era entrecerrar sus ojos azules y curvar apenas los labios, dándole un aspecto…estremecedor.
- Feb, mi compañero, es un fiel amigo. – Explicó. – Lleva años acompañándome en mis viajes.
- Tus…tus viajes. – Repitió la mujer. - ¿Es cierto que vagas por todo el reino, sanando y curando?
- Cielos, no. No podría. Sólo en una ocasión crucé el río Kan, al otro lado del bosque y las montañas, y fue hace muchos años. Voy de aquí para allá en el lado este del reino, sin rumbo fijo. Pero es cierto que me dedico a sanar y curar a quien encuentro.
- ¿En verdad tienes el poder de devolver la vida a los muertos?
- Nunca lo he intentado.
Aquella era una respuesta muy vaga, y todos lo notaron. Aún así, la mujer no insistió.
- ¿Puedes hacer crecer los árboles?
- No como todos creen. Puedo hacer que crezcan un par de centímetros los más jóvenes, o que broten de sus semillas, o que sus flores se abran más deprisa para dar paso a los frutos, pero nada más. No soy omnipotente.
- Oh, claro, claro. – Dudó. – Y…¿es cierto que…ya sabes…perteneces a Salvadores?
En esta ocasión, Serai titubeó visiblemente. Estrechó la mirada clavada en el cuenco a medio vaciar, pensativa.
- No soy un miembro como los demás. – Dijo al fin.
No dio más explicaciones.
Instalaron a Serai en la habitación de su hijo, que había partido a la capital para entrar en el ejército personal del rey, y luego de decirle que los llamara si necesitaba algo se metieron en su cama.
- ¿Puedes creerlo? – Murmuró el hombre, excitado. - ¡Serai, la Curandera Vital!
- ¡Chist! – Se quejó su esposa. - ¡Estas paredes son de papel, podría oírte!
- ¿Y qué? ¡Debe estar muy orgullosa de que todos la conozcan!
- …Me da repelús, querido.
- …Sí. Hay algo que asusta en su mirada.
- Tan fría…tan distante.
- ¿Y qué es eso de que vaga sin rumbo?
Estuvieron en silencio un rato, abrazados pero sin dormir. Entonces, ella volvió a hablar.
- ¿Sabes lo que creo? Que esa chica está buscando algo.
Él asintió y le dirigió a su esposa una mirada extraña.
- O a alguien.
La mayoría de curanderos usaban su vara para esas cosas. Dejaban que su poder fluyera por la luz de su punta y llegara a aquello que querían sanar, o, como era el caso, a las plantas y hortalizas.
Serai era distinta. Dejó su vara ceñida a su espalda y se arrodilló en el huerto, con cuidado de no mancharse el vestido inmaculadamente blanco con sobrefalda verde-azulada. Cerró los ojos con suavidad, dejando sus labios entreabiertos, y posó las manos en la tierra.
Un aura tenue, pálida, la rodeó, haciendo ondear su capa y su melena negra.
Y las plantas empezaron a crecer, lenta, muy lentamente, y no se detuvieron hasta que las flores, ya nacidas y abiertas, empezaron a caer. Fue entonces cuando la curandera exhaló y se inclinó hacia delante, poniéndose las manos en el pecho.
- ¡Curandera! – Exclamó la mujer, preocupada.
Pero ella movió la cabeza, quitándose el cabello de la cara, y se puso en pie. Su rostro no mostraba el más mínimo rastro de cansancio.
- Gracias por todo. – Dijo. – Esto es cuanto puedo hacer por vosotros.
Pasó junto a la pareja y se marchó.
Hombre y mujer se quedaron allí, observando la obra que Serai había hecho en su huerto. En poco tiempo tendrían la cosecha lista. Era…como un milagro.
- Querida…- Hizo él de pronto.
Se miraron a los ojos. Ambos estaban pensando lo mismo.
- ¿Qué es esa chica?
Se reunió con Feb más allá de la verja que rodeaba la granja. Acarició a su compañero, pidiéndole disculpas en silencio, y continuó su camino sin dudar; él la siguió, fiel e incansable. Poco después se les unió el revoltoso Kero, que esperó sólo el tiempo suficiente para que Serai le acariciara la cabeza y echó a correr, adelantándose y atrasándose, dando vueltas, observando, olisqueando, buscando el peligro para proteger a la curandera con su vida.
Caminaron durante todo el día, sin prisa pero sin pausa. A mediodía no se detuvieron; la joven, mientras caminaba, comió el pan que el amable matrimonio le había dado aquella mañana, sin parar a descansar.
En más de una ocasión, Feb agachó la cabeza y tocó la cadera de Serai con los cuernos y el cuello, instándola a montar en su lomo, queriéndole decir que no le importaba hacer de montura para su amiga. No obstante, ella nunca lo hizo.
Tenía que estar realmente agotada para permitirse algo así.
De modo que siguieron sin descanso hacia el norte, hasta topar con el río Taro, que recibía el nombre de las montañas en las que nacía. Siguieron su curso, caudaloso pero tranquilo, hacia el oeste, hacia los montes, y cuando las tuvieron casi encima llegaron a su destino.
Se trataba de una choza destartalada en la que nadie se fijaría. Se encontraba parcialmente metida en la pared de la montaña, junto al río; sus ventanas estaban sucias, la puerta torcida y el techo agujereado.
Serai abrió con cuidado. Toda la casa pareció gemir por la intromisión. Franqueó el paso a sus dos compañeros, que trotaron al interior, y luego entró.
Estaba oscuro, polvoriento y húmedo. Era una sola estancia pequeña y escasamente amueblada. Claro que no hacía falta gran cosa.
Apartó la mesa del centro, coja y llena de mellas. En el suelo había una trampilla apenas visible; cogió la anilla y tiró. Era pesada, muy pesada; apenas logró levantarla unos pocos centímetros.
Por supuesto, aquello ocurría todas las veces. Feb se acercó y le acarició el rostro con el morro, muy dulcemente. Serai asintió, se levantó y le puso la brida a su compañero; ató las riendas a la anilla, y el fobos tiró.
Esta vez se abrió del todo, hasta dejar caer la portezuela en el suelo con pesadez, levantando una nube de polvo.
- Gracias. – Susurró la curandera.
El animal resopló. La joven le quitó la brida y la guardó nuevamente; Kero ya había bajado precipitadamente las escaleras, como si en aquel lugar pudiera haber peligro para Serai.
La curandera siguió al can, y tras ella bajó el fobos.
Los escalones eran estrechos y altos, y había muchos. Se bajaba durante varios minutos, sin descanso, sin luz. Aquel no era un lugar apto para claustrofóbicos.
Finalmente dejaron atrás la escalera y se adentraron en un pasillo no muy ancho, tampoco demasiado alto, pero por suerte corto. Al fondo ya se veía la luz de la Sala Principal.
Era una habitación grande, rectangular, de paredes blancas, columnas y salidas a otros pasillos. La luz corría por la sala gracias a los kirin de electricidad con los que los invocadores estaban aliados.
En realidad era una cueva artificial, construida hacía siglos por contrabandistas para guardar sus mercancías.
Ahora, era la sede de los Salvadores.
Allí, sentados en sillones o debatiendo algún tema sin importancia en la mesa del centro, habían varios miembros.
Serai los repasó rápidamente con la mirada, aunque Kero ya lo había hecho antes para asegurarse de que el peligro no existía allí.
Había una pirotécnica, también llamada “maga de fuego”, cuyo poder se basaba en ese elemento; vestía el traje típico de las pirotécnicas, sensual, estrecho, que dejaba hombros, brazos y vientre a la vista. Se llamaba…algo como Keyra. Serai no estaba segura.
Había otras personas que se volvieron hacia ella al verla llegar. Estaba Giyn, un invocador que llevaba muchos años siendo su más íntimo amigo…Que no era mucho. También había algún curandero y un par de mágicos; uno era hechicero, el otro su aprendiz.
Rilran, el zoodor, no estaba. Nunca estaba.
- ¡Otra vez! – Exclamó la pirotécnica.
Serai se forzó a no rodar la mirada y volverse hacia ella. La mujer miraba con asco a Kero, que le enseñaba los dientes con gesto amenazador.
- ¿Cómo puedes llevar contigo a esa cosa? – Se quejó Keyra, desagradable. - ¡Es horrible!
- Es mi amigo. – Fue la respuesta de la curandera.
Giyn sonrió.
- Me alegro de verte. – Saludó dulcemente.
Serai no respondió, se limitó a caminar hacia él y sentarse a su lado, con Feb pegado a los talones; no se sentía bien en aquel lugar tan lleno de luz.