El Rey Dragón
Capítulo I
Los viandantes caminaban apresuradamente por la ancha avenida principal del pueblo. Todos tenían prisa por volver a sus casas, ir al trabajo, al pilón, al mercado, adonde fuera, así que casi nadie se fijaba en la jovencita de catorce años y larga melena, espesa y rizada, que permanecía casi oculta tras una pila de cajas.
De haberlo hecho, seguramente nadie la hubiera mirado una segunda vez. Era evidentemente una mendiga: su ropa estaba rota y raída, el cabello enmarañado y mal cuidado, y, aunque el vestido le venía grande, se adivinaba una delgadez enfermiza.
La jovencita observó durante unos minutos más a la gente que iba y venía sin prestarle la más mínima atención. No le importaba, estaba acostumbrada. Tras la muerte de sus padres, hacía dos años, nadie había querido hacerse cargo de ella y sus hermanos.
Se habían tenido que buscar la vida como buenamente habían podido.
La chica cogió una de las cajas, la puso en el suelo y se subió a ella.
- Atención, por favor. – Pidió con una voz clara como el sonido de una campanilla.
Sólo un par de personas la miraron, pero desde luego que nadie se paró.
Era así casi todos los días. Tenía que pasar un rato pidiendo atención antes de que alguien se detuviera a escuchar lo que tuviera que decir.
Lo peor es que no tenía que decir nada. Lo que ella hacía era cantar.
- Por favor, buena gente, escuchadme un instante. – Pidió de nuevo.
Pasó dos minutos, hasta que por fin hubo algunos detenidos frente a ella, esperando. La jovencita lo agradeció con una dulce sonrisa que era la envidia de todas las refinadas damas de alta cuna.
- Muchas gracias por vuestra atención, buena gente. – Dijo. – Algunos de vosotros ya me conocéis. Mi nombre es Keina, y estoy aquí para tratar de amenizar vuestros ajetreados días con mi canto.
Más gente se paró. Pocos sabían que la voz de esa delgada mendiga era un regalo para los oídos.
Keina abrió sus brazos al público, y a aquellos que seguían caminando sin apenas echarle una mirada por encima del hombro.
- En el día de hoy, si me lo permitís, cantaré para vosotros una antigua canción de reyes tiranos y valientes caballeros.
Con suavidad la muchacha se puso las manos en el pecho y cerró los ojos. Olvidó la gente que la observaba, olvidó los que no le prestaban atención; simplemente buscó la música en su corazón, y cantó.
Erase una vez,
Cuentan los ancianos,
Y cuentan los padres
A sus hijos…
Un rey tirano
Que su poder utilizaba
Por puro egoísmo.
La gente sufría,
Había hambre y sed,
Y tristeza por doquier.
Los niños morían,
Los ancianos enterraban
A sus hijos y nietos.
Apareció un día,
No obstante,
Un amable caballero,
Que a los pobres dio riquezas,
A los hambrientos comida,
Y a los mendigos un hogar.
El rey, furioso,
Notó el bienestar del pueblo.
Escuchó habladurías.
El rey tirano, el rey tirano,
No se merece el trono.
El rey tirano, el rey tirano,
Debe ser sustituido.
El rey tirano, el rey tirano,
Debe morir.
Ensimismados como estaban en la canción, nadie vio al joven muchacho que pasaba entre la gente, tomando una joya o rasgando una bolsa, robando cuanto podía del concentrado público de la cantante.
El rey, furioso,
Mandó a todo un ejército
A luchar contra el buen caballero.
En los límites del reino esperaba él,
Armado y acompañado
Por todos aquellos que le debían
La vida y la felicidad.
La guerra estalló.
Unos lucharon por miedo.
Otros por valor.
Unos por odio.
Otros por amor.
Unos por desprecio.
Otros por lealtad.
La tierra ensangrentada
Se volvió inerte, yerma,
Y nada volvió a crecer.
Pero el amable caballero
Y sus soldados
Regresaron a casa,
Victoriosos,
Y al rey ejecutaron.
Desde entonces,
Aquel reino triste,
Destrozado,
Encontró la felicidad
Y la prosperidad.
Hasta el día de hoy.
Keina finalmente calló. Su corazón poco a poco dejó de latir tan rápido, tan fuerte, y la muchacha abrió los ojos.
La gente se limpiaba las lágrimas. La voz de la jovencita llegaba al fondo del alma, traía consigo sentimientos y hacía que aquellos que la oían sintieran en su interior la historia, el dolor y finalmente la felicidad.
Siempre había poseído aquel don. Su madre lo llamaba el Don del Canto, y la comparaba con las criaturas semidivinas que cantaban para La Tríada mientras el sol permanecía en el cielo.
Todos dejaron algo a los pies de Keina, y con el corazón en un puño volvieron a sus quehaceres, emocionados por la hermosa canción, por su historia, por la voz de la joven, o por todo a la vez.
La muchacha bajó de la caja cuando ya no había nadie que hubiera escuchado y tomó la limosna. La gente se creía caritativa…pero aquello, definitivamente, era sólo miseria. Apenas daría para comer al día siguiente.
Suspiró, sacudiendo la cabeza, y miró alrededor hasta ver al jovencito en una esquina. Éste tenía su mismo cabello rizado, los mismos ojos verdes. Era de rostro serio, así que destacó enormemente cuando le hizo un guiño y desapareció en la oscuridad.
De haberlo hecho, seguramente nadie la hubiera mirado una segunda vez. Era evidentemente una mendiga: su ropa estaba rota y raída, el cabello enmarañado y mal cuidado, y, aunque el vestido le venía grande, se adivinaba una delgadez enfermiza.
La jovencita observó durante unos minutos más a la gente que iba y venía sin prestarle la más mínima atención. No le importaba, estaba acostumbrada. Tras la muerte de sus padres, hacía dos años, nadie había querido hacerse cargo de ella y sus hermanos.
Se habían tenido que buscar la vida como buenamente habían podido.
La chica cogió una de las cajas, la puso en el suelo y se subió a ella.
- Atención, por favor. – Pidió con una voz clara como el sonido de una campanilla.
Sólo un par de personas la miraron, pero desde luego que nadie se paró.
Era así casi todos los días. Tenía que pasar un rato pidiendo atención antes de que alguien se detuviera a escuchar lo que tuviera que decir.
Lo peor es que no tenía que decir nada. Lo que ella hacía era cantar.
- Por favor, buena gente, escuchadme un instante. – Pidió de nuevo.
Pasó dos minutos, hasta que por fin hubo algunos detenidos frente a ella, esperando. La jovencita lo agradeció con una dulce sonrisa que era la envidia de todas las refinadas damas de alta cuna.
- Muchas gracias por vuestra atención, buena gente. – Dijo. – Algunos de vosotros ya me conocéis. Mi nombre es Keina, y estoy aquí para tratar de amenizar vuestros ajetreados días con mi canto.
Más gente se paró. Pocos sabían que la voz de esa delgada mendiga era un regalo para los oídos.
Keina abrió sus brazos al público, y a aquellos que seguían caminando sin apenas echarle una mirada por encima del hombro.
- En el día de hoy, si me lo permitís, cantaré para vosotros una antigua canción de reyes tiranos y valientes caballeros.
Con suavidad la muchacha se puso las manos en el pecho y cerró los ojos. Olvidó la gente que la observaba, olvidó los que no le prestaban atención; simplemente buscó la música en su corazón, y cantó.
Erase una vez,
Cuentan los ancianos,
Y cuentan los padres
A sus hijos…
Un rey tirano
Que su poder utilizaba
Por puro egoísmo.
La gente sufría,
Había hambre y sed,
Y tristeza por doquier.
Los niños morían,
Los ancianos enterraban
A sus hijos y nietos.
Apareció un día,
No obstante,
Un amable caballero,
Que a los pobres dio riquezas,
A los hambrientos comida,
Y a los mendigos un hogar.
El rey, furioso,
Notó el bienestar del pueblo.
Escuchó habladurías.
El rey tirano, el rey tirano,
No se merece el trono.
El rey tirano, el rey tirano,
Debe ser sustituido.
El rey tirano, el rey tirano,
Debe morir.
Ensimismados como estaban en la canción, nadie vio al joven muchacho que pasaba entre la gente, tomando una joya o rasgando una bolsa, robando cuanto podía del concentrado público de la cantante.
El rey, furioso,
Mandó a todo un ejército
A luchar contra el buen caballero.
En los límites del reino esperaba él,
Armado y acompañado
Por todos aquellos que le debían
La vida y la felicidad.
La guerra estalló.
Unos lucharon por miedo.
Otros por valor.
Unos por odio.
Otros por amor.
Unos por desprecio.
Otros por lealtad.
La tierra ensangrentada
Se volvió inerte, yerma,
Y nada volvió a crecer.
Pero el amable caballero
Y sus soldados
Regresaron a casa,
Victoriosos,
Y al rey ejecutaron.
Desde entonces,
Aquel reino triste,
Destrozado,
Encontró la felicidad
Y la prosperidad.
Hasta el día de hoy.
Keina finalmente calló. Su corazón poco a poco dejó de latir tan rápido, tan fuerte, y la muchacha abrió los ojos.
La gente se limpiaba las lágrimas. La voz de la jovencita llegaba al fondo del alma, traía consigo sentimientos y hacía que aquellos que la oían sintieran en su interior la historia, el dolor y finalmente la felicidad.
Siempre había poseído aquel don. Su madre lo llamaba el Don del Canto, y la comparaba con las criaturas semidivinas que cantaban para La Tríada mientras el sol permanecía en el cielo.
Todos dejaron algo a los pies de Keina, y con el corazón en un puño volvieron a sus quehaceres, emocionados por la hermosa canción, por su historia, por la voz de la joven, o por todo a la vez.
La muchacha bajó de la caja cuando ya no había nadie que hubiera escuchado y tomó la limosna. La gente se creía caritativa…pero aquello, definitivamente, era sólo miseria. Apenas daría para comer al día siguiente.
Suspiró, sacudiendo la cabeza, y miró alrededor hasta ver al jovencito en una esquina. Éste tenía su mismo cabello rizado, los mismos ojos verdes. Era de rostro serio, así que destacó enormemente cuando le hizo un guiño y desapareció en la oscuridad.