Amor Perdido
Capítulo I
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Al dejar a sus hermanas pequeñas en la puerta del colegio aquella mañana, Nayra lo hizo con una sonrisa firme y tranquilizadora. Tenía que ser fuerte por ellas, ¿no? Porque tenían nueve años y el mundo se desmoronaba sobre sus cabezas, así que necesitaban que alguien se mantuviera fuerte por ellas.
Nayra lo hacía.
Con dieciocho años recién cumplidos, Nayra intentaba con todas sus fuerzas ser el pilar de la familia cuando todo se derrumbaba.
Pero ahora no tenía que sonreír a sus hermanas y prometerles que todo iba a ir bien.
Ahora estaba sola de vuelta a casa, cruzando el solitario parque junto a su calle, y no tenía fuerzas ni siquiera para andar.
Ya no podía más.
Durante días había contenido aquel alud de sentimientos, pero ya no podía más.
Mental y físicamente agotada, la joven se derrumbó en el banco, y allí se echó a llorar.
Hacía mucho que nadie quería a su padre. El hombre se había ido hacía unos dos años, imponiendo un tiempo muerto en su matrimonio de dos décadas. No dejó un número de teléfono, una dirección. No llamó, no escribió.
Nadie lo echó de menos.
Era difícil echar de menos a ese borracho que gastaba cuanto tenía en ir a las discotecas para engatusar a jovencitas o en contratar prostitutas con cara de niña.
Ahora él había muerto.
Nadie lo lamentaba, ni siquiera su madre, cuyo amor por él había sido el último en marchitarse. Sus hijas pequeñas sólo recordaban de él sus gritos, sus amenazas, su risa bobalicona y los traspiés que daba por la casa, siempre bebido. El recuerdo que Nayra guardaba de él…
Era todavía más perturbador.
Que hubiera fallecido por fin no era una pena para nadie.
El problema era lo que había dejado tras de sí.
Deudas.
Muchísimas deudas.
Nayra no era capaz de decir en voz alta el número total de las deudas que su inconsciente padre había dejado a su muerte para que su mujer y sus hijas pagaran por sus pecados.
No sabían en qué había gastado esa enorme cantidad de dinero. ¿Negocios fraudulentos? ¿Drogas? ¿Tal vez prostitutas? A Nayra le daba igual.
Sólo le importaba que su madre perdió el trabajo poco después, que la pensión de viudedad era muy pequeña, y que no entraba el suficiente dinero en casa para afrontar aquellas deudas.
Habían pasado dos semanas desde que una llamada por teléfono les informó de que el hombre había fallecido en una habitación de hotel…y la otra, media hora más tarde, de que esas deudas tenían que pagarlas ellas, como fuera.
Nayra intentaba ser fuerte. De verdad lo intentaba.
No podían pagar ese dinero, por muchos plazos que les dieran. Ese hombre incluso muerto había arruinado las vidas de su familia.
Y Nayra, llorando de pura impotencia en un parque solitario, se preguntó entre lágrimas qué podía hacer.
Frente a ella vio a un muchacho de trece o catorce años que la miraba con unos profundos pero indescifrables ojos verdes. Llevaba una cámara de aspecto caro colgada del cuello, pero, aparte de eso, nada en él destacaba especialmente.
El chico se metió la mano en el bolsillo, sacó un pañuelo y se lo alargó a Nayra con suavidad.
No lo dijo. Sonaba demasiado arrastrado para su gusto.
Sólo era un instante de debilidad. Prefería estar a solas en momentos como aquellos. Lo superaría y nadie se daría cuenta.
Nadie excepto ese extraño muchacho.
O, en el caso de Nayra, incluso a sus seres más queridos.
Pensar así hizo que las lágrimas volvieran a acudir a sus ojos. Los cerró con fuerza, pero daba igual: brotaron como el agua brota de una fuente, más allá de su voluntad.
Luego, en un gesto tierno de silencioso apoyo, le puso la mano en la cabeza y le acarició el pelo.
Nayra se apartó bruscamente y lo miró.
Él no debió entender el motivo del miedo que vio en sus ojos, pero no dijo nada.
Siguió esperando, y Nayra, de nuevo, se sintió culpable por aquello: por mentir, por apartarse, por no dar respuestas.
Se sintió culpable porque su padre se había ido por ella.
Un sollozo se quebró en su garganta.
Volvió a hundir el rostro en el pañuelo, y rompió a llorar otra vez.
No obstante, en esta ocasión las palabras salieron a borbotones.
Los sollozos la sacudieron, y Nayra, impotente, siguió llorando durante un rato, bajo la mirada de un total desconocido.
Él no intentó tocarla otra vez.
Poco a poco el llanto remitió, pero con las lágrimas también pareció llevarse las murallas en las que Nayra se protegía.
<Oh, ¿qué estoy haciendo?> Pensó de pronto.
Nayra respiró hondo una última vez y se levantó.
De pronto él chasqueó la lengua. Su mano voló al bolsillo de nuevo, pero esta vez extrajo una tarjeta.
Nayra, sorprendida, la cogió.
Ethan Lowre
Fotógrafo
Teléfono de contacto: 987653241
La chica alzó las cejas y volvió a mirar al chico. Él, ¿fotógrafo? Esa tarjeta, dura y de tacto satinado, parecía profesional, pero…¿Cuántos años tenía, a fin de cuentas?
Al dejar a sus hermanas pequeñas en la puerta del colegio aquella mañana, Nayra lo hizo con una sonrisa firme y tranquilizadora. Tenía que ser fuerte por ellas, ¿no? Porque tenían nueve años y el mundo se desmoronaba sobre sus cabezas, así que necesitaban que alguien se mantuviera fuerte por ellas.
Nayra lo hacía.
Con dieciocho años recién cumplidos, Nayra intentaba con todas sus fuerzas ser el pilar de la familia cuando todo se derrumbaba.
Pero ahora no tenía que sonreír a sus hermanas y prometerles que todo iba a ir bien.
Ahora estaba sola de vuelta a casa, cruzando el solitario parque junto a su calle, y no tenía fuerzas ni siquiera para andar.
Ya no podía más.
Durante días había contenido aquel alud de sentimientos, pero ya no podía más.
Mental y físicamente agotada, la joven se derrumbó en el banco, y allí se echó a llorar.
Hacía mucho que nadie quería a su padre. El hombre se había ido hacía unos dos años, imponiendo un tiempo muerto en su matrimonio de dos décadas. No dejó un número de teléfono, una dirección. No llamó, no escribió.
Nadie lo echó de menos.
Era difícil echar de menos a ese borracho que gastaba cuanto tenía en ir a las discotecas para engatusar a jovencitas o en contratar prostitutas con cara de niña.
Ahora él había muerto.
Nadie lo lamentaba, ni siquiera su madre, cuyo amor por él había sido el último en marchitarse. Sus hijas pequeñas sólo recordaban de él sus gritos, sus amenazas, su risa bobalicona y los traspiés que daba por la casa, siempre bebido. El recuerdo que Nayra guardaba de él…
Era todavía más perturbador.
Que hubiera fallecido por fin no era una pena para nadie.
El problema era lo que había dejado tras de sí.
Deudas.
Muchísimas deudas.
Nayra no era capaz de decir en voz alta el número total de las deudas que su inconsciente padre había dejado a su muerte para que su mujer y sus hijas pagaran por sus pecados.
No sabían en qué había gastado esa enorme cantidad de dinero. ¿Negocios fraudulentos? ¿Drogas? ¿Tal vez prostitutas? A Nayra le daba igual.
Sólo le importaba que su madre perdió el trabajo poco después, que la pensión de viudedad era muy pequeña, y que no entraba el suficiente dinero en casa para afrontar aquellas deudas.
Habían pasado dos semanas desde que una llamada por teléfono les informó de que el hombre había fallecido en una habitación de hotel…y la otra, media hora más tarde, de que esas deudas tenían que pagarlas ellas, como fuera.
Nayra intentaba ser fuerte. De verdad lo intentaba.
No podían pagar ese dinero, por muchos plazos que les dieran. Ese hombre incluso muerto había arruinado las vidas de su familia.
Y Nayra, llorando de pura impotencia en un parque solitario, se preguntó entre lágrimas qué podía hacer.
-
Ey.
Frente a ella vio a un muchacho de trece o catorce años que la miraba con unos profundos pero indescifrables ojos verdes. Llevaba una cámara de aspecto caro colgada del cuello, pero, aparte de eso, nada en él destacaba especialmente.
El chico se metió la mano en el bolsillo, sacó un pañuelo y se lo alargó a Nayra con suavidad.
-
Ten. - Dijo con voz suave, aún un poco pueril. - Sécate las
lágrimas.
-
Gracias. - Musitó con la voz tomada.
-
Quédatelo. - Pidió. - Está claro que lo necesitas más que yo.
No lo dijo. Sonaba demasiado arrastrado para su gusto.
Sólo era un instante de debilidad. Prefería estar a solas en momentos como aquellos. Lo superaría y nadie se daría cuenta.
Nadie excepto ese extraño muchacho.
-
¿Qué te pasa? - Preguntó el chico, ladeando ligeramente la
cabeza.
-
No es nada. - Replicó Nayra de inmediato.
O, en el caso de Nayra, incluso a sus seres más queridos.
Pensar así hizo que las lágrimas volvieran a acudir a sus ojos. Los cerró con fuerza, pero daba igual: brotaron como el agua brota de una fuente, más allá de su voluntad.
-
Oh, por favor…- Musitó la muchacha, cubriéndose el rostro con el
pañuelo, intentando detener el llanto.
Luego, en un gesto tierno de silencioso apoyo, le puso la mano en la cabeza y le acarició el pelo.
Nayra se apartó bruscamente y lo miró.
Él no debió entender el motivo del miedo que vio en sus ojos, pero no dijo nada.
Siguió esperando, y Nayra, de nuevo, se sintió culpable por aquello: por mentir, por apartarse, por no dar respuestas.
Se sintió culpable porque su padre se había ido por ella.
Un sollozo se quebró en su garganta.
-
Y-yo … - Tartamudeó quedamente. - M-mi familia … Mi familia va
… Oh, dios, ¡vamos a perder nuestra casa!
Volvió a hundir el rostro en el pañuelo, y rompió a llorar otra vez.
No obstante, en esta ocasión las palabras salieron a borbotones.
-
¡Ese maldito bastardo … ! - Sollozó. - ¡Nos ha dejado tantas
deudas que … que …! ¡Ni siquiera s-sé si podría decir ese
maldito número! ¡Él se muere y nosotras pagamos! ¡Mi madre está
enferma, acaba de perder el trabajo! ¡Tengo dos hermanas de nueve
años! ¡No hay familia a la que recurrir! ¡Si nos quitan la casa …
!
Los sollozos la sacudieron, y Nayra, impotente, siguió llorando durante un rato, bajo la mirada de un total desconocido.
Él no intentó tocarla otra vez.
Poco a poco el llanto remitió, pero con las lágrimas también pareció llevarse las murallas en las que Nayra se protegía.
-
Si no encuentro un trabajo, y muy bien pagado … - Musitó con la
voz ahogada, rota. - Lo perderemos todo. Pero no hay nada para mí.
Tengo dieciocho años, ninguna experiencia laboral, acabo de
terminar el instituto y … ¿De dónde puedo sacar yo un trabajo
que me permita luchar contra las deudas que ese degenerado nos ha
dejado?
-
No lo sé. - Admitió el joven. - Parece una situación muy difícil.
<Oh, ¿qué estoy haciendo?> Pensó de pronto.
Nayra respiró hondo una última vez y se levantó.
-
Perdona que te haya soltado todo este rollo. - Dijo, sonriendo, y
notó que por fin su voz se había serenado. - Es un momento un poco
bajo, pero nos las apañaremos. Muchas gracias.
De pronto él chasqueó la lengua. Su mano voló al bolsillo de nuevo, pero esta vez extrajo una tarjeta.
Nayra, sorprendida, la cogió.
Ethan Lowre
Fotógrafo
Teléfono de contacto: 987653241
La chica alzó las cejas y volvió a mirar al chico. Él, ¿fotógrafo? Esa tarjeta, dura y de tacto satinado, parecía profesional, pero…¿Cuántos años tenía, a fin de cuentas?
-
Contrato modelos para fotografiar. - Explicó el jovencito. - No es
para un uso comercial, es para mí, así que no tienes que
preocuparte, siguen siendo tus derechos de imagen y eso. Si
necesitas dinero rápido, llámame.