Amor Perdido
Introducción
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Al entrar en aquella habitación siempre me daba la sensación de
penetrar en los dominios de una pequeña y caprichosa princesa.
La sala era grande, propia del dormitorio de una señorita de bien. Las paredes, estanterías y muebles estaban recubiertos de juguetes, en especial peluches de todas las formas, tamaños y colores. Incluso la cama, amplia, de dosel de seda y colcha de terciopelo, estaba a rebosar de conejitos, osos y monos. Todo estaba decorado con flores, plumas y color rosa.
Pero allí no dormía una princesa.
En realidad, no dormía nadie.
Esa habitación era un recuerdo, una vieja herencia.
Andre estaba sentado junto a la ventana, en el escalón. Con una pierna doblada, apoyaba los brazos en la rodilla y miraba afuera con los ojos llenos de anhelo.
Supongo que alguna vez sintió envidia por los que podían salir ahí fuera y correr por las calles, hacer sus vidas en el mundo exterior. Ahora ya no. Todo eso se había convertido en una honda tristeza que procuraba esconder de las cinco personas que convivíamos con él.
La luz de la tarde proyectaba sombras sobre su rostro, pálido como si ya estuviera muerto. Tenía profundas y oscuras ojeras; por supuesto, esa noche no había dormido.
No parpadeaba. Durante casi un minuto entero lo miré en silencio, y sus ojos verdes no se cerraron ni una vez.
Di un paso dentro de la habitación, pero no me acerqué más, intentando no penetrar en la intimidad de aquella habitación, un lugar que era sólo de Andre y su madre.
Por un momento ni siquiera respiré, notando tanto dolor en aquellos ojos que se me paró el corazón.
Luego sonrió.
Fue una sonrisa leve que cubrió la oscuridad de su mirada con una máscara de frivolidad.
Todo era una tapadera. Su expresión ligera, la casual postura, la sonrisa indiferente. Las palabras que pronunció a continuación no tenían nada de frívolo:
Impotente me llevé las manos a la cámara de fotos que siempre colgaba de mi cuello. La cámara que Andre me había comprado cuando todos me dijeron cosas que no deberían decirse a un niño de siete años.
Pero el chico frente a mí alzó una ceja ante mi expresión amarga, como si no pudiera entender que esas palabras me dolían.
La sala era grande, propia del dormitorio de una señorita de bien. Las paredes, estanterías y muebles estaban recubiertos de juguetes, en especial peluches de todas las formas, tamaños y colores. Incluso la cama, amplia, de dosel de seda y colcha de terciopelo, estaba a rebosar de conejitos, osos y monos. Todo estaba decorado con flores, plumas y color rosa.
Pero allí no dormía una princesa.
En realidad, no dormía nadie.
Esa habitación era un recuerdo, una vieja herencia.
Andre estaba sentado junto a la ventana, en el escalón. Con una pierna doblada, apoyaba los brazos en la rodilla y miraba afuera con los ojos llenos de anhelo.
Supongo que alguna vez sintió envidia por los que podían salir ahí fuera y correr por las calles, hacer sus vidas en el mundo exterior. Ahora ya no. Todo eso se había convertido en una honda tristeza que procuraba esconder de las cinco personas que convivíamos con él.
La luz de la tarde proyectaba sombras sobre su rostro, pálido como si ya estuviera muerto. Tenía profundas y oscuras ojeras; por supuesto, esa noche no había dormido.
No parpadeaba. Durante casi un minuto entero lo miré en silencio, y sus ojos verdes no se cerraron ni una vez.
Di un paso dentro de la habitación, pero no me acerqué más, intentando no penetrar en la intimidad de aquella habitación, un lugar que era sólo de Andre y su madre.
- ¿Andre? - Lo llamé con suavidad.
Por un momento ni siquiera respiré, notando tanto dolor en aquellos ojos que se me paró el corazón.
Luego sonrió.
Fue una sonrisa leve que cubrió la oscuridad de su mirada con una máscara de frivolidad.
Todo era una tapadera. Su expresión ligera, la casual postura, la sonrisa indiferente. Las palabras que pronunció a continuación no tenían nada de frívolo:
-
Me lo han confirmado.
Impotente me llevé las manos a la cámara de fotos que siempre colgaba de mi cuello. La cámara que Andre me había comprado cuando todos me dijeron cosas que no deberían decirse a un niño de siete años.
Pero el chico frente a mí alzó una ceja ante mi expresión amarga, como si no pudiera entender que esas palabras me dolían.
-
Tengo que pedirte algo, Ethan. - Dijo entonces, en voz baja, apenas
un murmullo.
-
Lo que quieras.
-
Un favor. - Susurró.