La Espada del Dragón
Capítulo I
Sólo se oían los sollozos reprimidos de su hermana pequeña, acurrucada en sus brazos, y sus propios pasos apresurados sobre el suelo de piedra. Los tres guerreros en forma híbrida y los otros dos en forma animal no hacían el menor ruido, ni tampoco su madre, que corría delante de él con gracia y elegancia.
Era de noche. A través los arcos que hacían de ventana en las paredes, Draviezel podía ver un cielo nublado y una tierra oscura.
No se oía nada.
A pesar de eso, el joven príncipe sabía que algo iba muy mal.
Giraron por una esquina a toda prisa, y ya no hubo más luz nocturna entrando por los arcos. Draviezel suspiró y acarició la espalda de su hermana. Entornó los ojos, y se concentró en seguir lo único que podía ver en aquella oscuridad: la tela vaporosa de la falda ondeante de su madre.
El silencio era ensordecedor.
De pronto, el príncipe creyó oír algo. Se detuvo en seco y miró atrás, pero allí sólo había oscuridad. Los guerreros pararon, la Reina Eyshma se volvió hacia sus hijos. También la princesa trató de ver.
- ¿Dónde está padre? – Preguntó con la voz quebrada.
La Reina se acercó.
- Sssshhhhh. – Hizo de forma apenas audible.
La mujer cogió en brazos a su hija pequeña y le acarició el cabello de color azul eléctrico, calmándola.
Todos allí sabían que el Consorte se había quedado atrás para retener a los rebeldes, y que moriría, si no había caído ya.
Draviezel, a sus trece ciclos, era consciente del hecho de que nunca volvería a ver a su padre, aquel hombre fornido armado con un enorme martillo y cuernos sobresaliendo de su cráneo, aquel hombre que los había despedido con un beso y una sonrisa.
Sintió que se la anegaban los ojos de lágrimas.
Una llamada acarició su mente, y Draviezel volvió la cabeza hacia el guerrero Jabalí. Era más grande que un animal de verdad, pero lo extraño entre los besto era que fueran del tamaño de su animal.
[[Debemos seguir, Príncipe.]] Le dijo el guerrero en un mensaje mental que sólo él pudo oír.
Asintió con la cabeza. Miró las siluetas fundidas de su hermana y su madre.
[[Vamos.]] Emitió hacia ellas.
La princesa ahogó un sollozo, tapándose la boca con las manos, y Draviezel la cogió. La pequeña enroscó los brazos entorno al cuello de su hermano y escondió el rostro en su hombro, acurrucada.
Era sólo una cachorra. Apenas podía sostenerse sobre sus piernas, hablaba con torpeza, todo era nuevo y maravilloso para ella. ¿Quién querría hacerle daño a una criatura semejante? ¿Y por qué?
Draviezel sintió que algo quería salir de su pecho, algo que mostrara su disgusto, su ira. Pero todo lo que pudo emitir fue un gruñido…tan humano.
Su madre lo miraba, y se arrepintió en seguida de haber producido aquel sonido cuando tenían que permanecer en silencio. No obstante, en aquellos ojos azules que él mismo había heredado vio que la Reina sentía lo mismo.
[[Sigamos.]] Pidió Eyshma, hacia sus hijos y hacia sus guardias, las mentes conocidas y aliadas.
Tenían que abandonar el castillo, y cuanto antes.
La Reina se volvió y siguió corriendo. Draviezel se concentró en el retazo blanco de su vestido y lo siguió. Los guerreros los rodeaban, atentos a cualquier cosa: una sombra, un ruido. Su deber, su deseo y su misión era protegerlos.
De pronto se oyeron claros pasos, y no muy lejos. Alguien los seguía. El Príncipe sintió un nudo en la garganta, se le encogieron las entrañas y dio un traspié. Un guerrero en forma híbrida hizo ademán de sostenerlo, sin dejar de correr, pero Draviezel no cayó.
Llamó a su madre mentalmente, e incluso algo tan básico estaba teñido de miedo. Si los encontraban, ¿qué pasaría? Pensó en su padre, su fuerte padre enfrentándose a hordas de enemigos, hordas de humanos armados con metal arrancado de la tierra, y casi pudo verlo derrotado, herido, sangrando, frente a las miradas monstruosas e indiferentes de aquellos seres crueles.
La Reina le devolvió un mensaje sencillo de calma, pero Draviezel no logró tranquilizarse.
Giraron de nuevo en una esquina, cada vez adentrándose más en la oscuridad. Ya no veía nada.
[[Alto.]] Anunció Eyshma.
Todos se detuvieron. El príncipe intuía a uno de los guerreros más jóvenes junto a él, a su madre delante, al Jabalí detrás de todo.
Se oyó un suave deslizamiento en algún lugar, y el muchacho se estremeció.
La Reina cogió a la niña de sus brazos, y a la mente de Draviezel llegó una imagen de aquel corredor cuando se encendían las llamas de las velas. Lo conocía, excepto porque había una columna desplazada que dejaba ver un pasillo estrecho, oscuro.
[[Entra.]] Emitió su madre.
Draviezel sabía que el castillo estaba lleno de salidas secretas, todas construidas para ocasiones así. No tenía conocimiento de que jamás se hubiera utilizado ninguna.
Alargó las manos libres y palpó la pared lisa con cuidado. Oyó pasos no muy lejos, se puso tenso, pero continuó hasta dar con la columna, y junto a ésta el pasillo. Entró. Extendiendo los brazos pudo tocar ambos lados con la punta de los dedos; era más estrecho de lo que había creído.
Tras él entró la Reina con la princesa en brazos. Luego se oyó un sordo sonido deslizante.
[[Esperad.]] Emitió hacia los guardias.
[[Os protegeremos desde aquí.]] Le respondió el joven.
Draviezel sabía que aquello significaba una muerte casi segura, pero la mano de su madre en su cabello le impidió responder. Con el corazón en un puño, los restos de la familia real dieron la espalda a sus guerreros y corrieron por el estrecho corredor.
Comenzó a ver luz suave. Aparecieron aquí y allá hongos fluorescentes, lo que significaba que dejaban atrás la sequedad de la roca con la que habían construido el castillo dentro del Abrigo.
Esa tenue claridad de los fosfe le mostró que el camino ya no era un corredor, sino que era un túnel estrecho y bajo. Su madre tenía que correr algo inclinada, apretando a su hija pequeña contra su pecho.
Draviezel se detuvo en seco. Frente a él había una colonia grande de hongos, y a cada lado un camino diferente. La Reina le acarició el cabello, y él la miró.
- ¿Por dónde? – Musitó de forma apenas audible.
Ella señaló el camino de la izquierda.
- Ve por allí. – Respondió en un susurro. – Nosotras iremos por la derecha.
- Madre, no debemos separarnos. – Replicó Draviezel.
- Oh, créeme, sí debemos. Separados, mi pequeño Dragón, tenemos más oportunidades de sobrevivir.
La posibilidad de que también su madre, ¡su hermana!, de que ellas murieran, hizo que se le erizara el cabello en la nuca. Sacudió la cabeza, pero la Reina le dirigió una mirada triste y serena.
- Ve por ese camino, mi niño. – Le dijo en un murmullo. – Nos encontraremos en el bosque. Si al amanecer no hemos llegado…
- Madre…
- Si no hemos llegado, márchate y busca a tu tío, Toren. Él te ayudará.
- Madre…
La Reina Eyshma se acercó y besó a su hijo en la frente, suave como el aleteo de una mariposa. La princesa le estampó un beso húmedo en la mejilla; tenía el rostro bañado en lágrimas.
Draviezel se quedó allí, angustiado, viéndolas desaparecer por el corredor. Estuvo a punto de seguirlas. Quiso hacerlo, dio el paso…
Pero al final suspiró y se volvió hacia su propio camino.
<Estarán bien.> Se obligó a pensar. <Nos encontraremos en el bosque.>
Más decidido, pero no menos temeroso, comenzó a correr por el pasillo cada vez más oscuro, más estrecho, más oscuro, más estrecho…
Hasta que, por fin, salió al otro lado del Abrigo de Roca que protegía el Castillo.
El cielo se había despejado, y ahora Draviezel podía ver algunas estrellas tintineantes y la luna que menguaba sobre su cabeza. Respiró hondo, miró al frente…
Lo esperaban.
Era de noche. A través los arcos que hacían de ventana en las paredes, Draviezel podía ver un cielo nublado y una tierra oscura.
No se oía nada.
A pesar de eso, el joven príncipe sabía que algo iba muy mal.
Giraron por una esquina a toda prisa, y ya no hubo más luz nocturna entrando por los arcos. Draviezel suspiró y acarició la espalda de su hermana. Entornó los ojos, y se concentró en seguir lo único que podía ver en aquella oscuridad: la tela vaporosa de la falda ondeante de su madre.
El silencio era ensordecedor.
De pronto, el príncipe creyó oír algo. Se detuvo en seco y miró atrás, pero allí sólo había oscuridad. Los guerreros pararon, la Reina Eyshma se volvió hacia sus hijos. También la princesa trató de ver.
- ¿Dónde está padre? – Preguntó con la voz quebrada.
La Reina se acercó.
- Sssshhhhh. – Hizo de forma apenas audible.
La mujer cogió en brazos a su hija pequeña y le acarició el cabello de color azul eléctrico, calmándola.
Todos allí sabían que el Consorte se había quedado atrás para retener a los rebeldes, y que moriría, si no había caído ya.
Draviezel, a sus trece ciclos, era consciente del hecho de que nunca volvería a ver a su padre, aquel hombre fornido armado con un enorme martillo y cuernos sobresaliendo de su cráneo, aquel hombre que los había despedido con un beso y una sonrisa.
Sintió que se la anegaban los ojos de lágrimas.
Una llamada acarició su mente, y Draviezel volvió la cabeza hacia el guerrero Jabalí. Era más grande que un animal de verdad, pero lo extraño entre los besto era que fueran del tamaño de su animal.
[[Debemos seguir, Príncipe.]] Le dijo el guerrero en un mensaje mental que sólo él pudo oír.
Asintió con la cabeza. Miró las siluetas fundidas de su hermana y su madre.
[[Vamos.]] Emitió hacia ellas.
La princesa ahogó un sollozo, tapándose la boca con las manos, y Draviezel la cogió. La pequeña enroscó los brazos entorno al cuello de su hermano y escondió el rostro en su hombro, acurrucada.
Era sólo una cachorra. Apenas podía sostenerse sobre sus piernas, hablaba con torpeza, todo era nuevo y maravilloso para ella. ¿Quién querría hacerle daño a una criatura semejante? ¿Y por qué?
Draviezel sintió que algo quería salir de su pecho, algo que mostrara su disgusto, su ira. Pero todo lo que pudo emitir fue un gruñido…tan humano.
Su madre lo miraba, y se arrepintió en seguida de haber producido aquel sonido cuando tenían que permanecer en silencio. No obstante, en aquellos ojos azules que él mismo había heredado vio que la Reina sentía lo mismo.
[[Sigamos.]] Pidió Eyshma, hacia sus hijos y hacia sus guardias, las mentes conocidas y aliadas.
Tenían que abandonar el castillo, y cuanto antes.
La Reina se volvió y siguió corriendo. Draviezel se concentró en el retazo blanco de su vestido y lo siguió. Los guerreros los rodeaban, atentos a cualquier cosa: una sombra, un ruido. Su deber, su deseo y su misión era protegerlos.
De pronto se oyeron claros pasos, y no muy lejos. Alguien los seguía. El Príncipe sintió un nudo en la garganta, se le encogieron las entrañas y dio un traspié. Un guerrero en forma híbrida hizo ademán de sostenerlo, sin dejar de correr, pero Draviezel no cayó.
Llamó a su madre mentalmente, e incluso algo tan básico estaba teñido de miedo. Si los encontraban, ¿qué pasaría? Pensó en su padre, su fuerte padre enfrentándose a hordas de enemigos, hordas de humanos armados con metal arrancado de la tierra, y casi pudo verlo derrotado, herido, sangrando, frente a las miradas monstruosas e indiferentes de aquellos seres crueles.
La Reina le devolvió un mensaje sencillo de calma, pero Draviezel no logró tranquilizarse.
Giraron de nuevo en una esquina, cada vez adentrándose más en la oscuridad. Ya no veía nada.
[[Alto.]] Anunció Eyshma.
Todos se detuvieron. El príncipe intuía a uno de los guerreros más jóvenes junto a él, a su madre delante, al Jabalí detrás de todo.
Se oyó un suave deslizamiento en algún lugar, y el muchacho se estremeció.
La Reina cogió a la niña de sus brazos, y a la mente de Draviezel llegó una imagen de aquel corredor cuando se encendían las llamas de las velas. Lo conocía, excepto porque había una columna desplazada que dejaba ver un pasillo estrecho, oscuro.
[[Entra.]] Emitió su madre.
Draviezel sabía que el castillo estaba lleno de salidas secretas, todas construidas para ocasiones así. No tenía conocimiento de que jamás se hubiera utilizado ninguna.
Alargó las manos libres y palpó la pared lisa con cuidado. Oyó pasos no muy lejos, se puso tenso, pero continuó hasta dar con la columna, y junto a ésta el pasillo. Entró. Extendiendo los brazos pudo tocar ambos lados con la punta de los dedos; era más estrecho de lo que había creído.
Tras él entró la Reina con la princesa en brazos. Luego se oyó un sordo sonido deslizante.
[[Esperad.]] Emitió hacia los guardias.
[[Os protegeremos desde aquí.]] Le respondió el joven.
Draviezel sabía que aquello significaba una muerte casi segura, pero la mano de su madre en su cabello le impidió responder. Con el corazón en un puño, los restos de la familia real dieron la espalda a sus guerreros y corrieron por el estrecho corredor.
Comenzó a ver luz suave. Aparecieron aquí y allá hongos fluorescentes, lo que significaba que dejaban atrás la sequedad de la roca con la que habían construido el castillo dentro del Abrigo.
Esa tenue claridad de los fosfe le mostró que el camino ya no era un corredor, sino que era un túnel estrecho y bajo. Su madre tenía que correr algo inclinada, apretando a su hija pequeña contra su pecho.
Draviezel se detuvo en seco. Frente a él había una colonia grande de hongos, y a cada lado un camino diferente. La Reina le acarició el cabello, y él la miró.
- ¿Por dónde? – Musitó de forma apenas audible.
Ella señaló el camino de la izquierda.
- Ve por allí. – Respondió en un susurro. – Nosotras iremos por la derecha.
- Madre, no debemos separarnos. – Replicó Draviezel.
- Oh, créeme, sí debemos. Separados, mi pequeño Dragón, tenemos más oportunidades de sobrevivir.
La posibilidad de que también su madre, ¡su hermana!, de que ellas murieran, hizo que se le erizara el cabello en la nuca. Sacudió la cabeza, pero la Reina le dirigió una mirada triste y serena.
- Ve por ese camino, mi niño. – Le dijo en un murmullo. – Nos encontraremos en el bosque. Si al amanecer no hemos llegado…
- Madre…
- Si no hemos llegado, márchate y busca a tu tío, Toren. Él te ayudará.
- Madre…
La Reina Eyshma se acercó y besó a su hijo en la frente, suave como el aleteo de una mariposa. La princesa le estampó un beso húmedo en la mejilla; tenía el rostro bañado en lágrimas.
Draviezel se quedó allí, angustiado, viéndolas desaparecer por el corredor. Estuvo a punto de seguirlas. Quiso hacerlo, dio el paso…
Pero al final suspiró y se volvió hacia su propio camino.
<Estarán bien.> Se obligó a pensar. <Nos encontraremos en el bosque.>
Más decidido, pero no menos temeroso, comenzó a correr por el pasillo cada vez más oscuro, más estrecho, más oscuro, más estrecho…
Hasta que, por fin, salió al otro lado del Abrigo de Roca que protegía el Castillo.
El cielo se había despejado, y ahora Draviezel podía ver algunas estrellas tintineantes y la luna que menguaba sobre su cabeza. Respiró hondo, miró al frente…
Lo esperaban.