Un Curioso Cuento de Hadas
Capítulo Primero
La malvada bruja y el príncipe
La poción verdosa burbujeando en
el puchero, lista para matar al primer sorbo. Los murciélagos colgando de las
vigas del techo de la alta torre donde la malvada bruja, cubierta con sus ropas
negras y raídas, trabajaba en otro de sus malvados planes.
El gato negro estirado en el alfeizar de la ventana, aburrido, tocando ocasionalmente el cascabel que colgaba de su cuello, fue el único testigo de la llegada de un joven caballero. Montaba un brioso caballo blanco como la nieve, que destacaba en la oscuridad del paisaje nocturno y tormentoso.
El gato maulló, y la malvada bruja le chistó. Volvió a maullar, intentando avisar a su ama de la llegada del intruso. Lo siguiente que recordaba era estar sobre un seto, abajo, muy abajo, junto al foso que rodeaba la alta torre. Bufó, ofendido, y todavía bufó más fuerte cuando el poderoso caballo blanco pasó trotando a su lado.
El príncipe de brillante armadura dorada bajó de su montura, sacó la espada y aporreó la puerta, muy fuerte. Los golpes resonaron por toda la torre, atronadores, haciendo temblar los cimientos mismos.
La bruja no se movió de donde estaba, pues no podía dejar de remover el puchero, pero, abajo, muy abajo, la puerta se abrió con un chirrido que habría puesto la piel de gallina al más valeroso.
Pero no al valiente príncipe, que, sin un ápice de miedo en su cuerpo, cruzó, espada en mano, y se adentró en las tinieblas de la tenebrosa torre. La puerta se cerró a sus espaldas, ruidosamente.
No había escapatoria.
El príncipe avanzó, viendo sombras difusas a través de la rendija de su casco dorado. Respiraba tranquilo, seguro de sí mismo, y actuó de forma calculada cuando una bestia se lanzó contra él desde un rincón. Le atravesó el corazón, si lo tenía, y dejó su cadáver putrefacto sobre un charco de sangre verde en el suelo.
Comenzó a subir las escaleras hacia el primer piso. Los escalones crujían bajo las pesadas botas de metal que calzaba. Uno estaba roto, pero él, prevenido, lo saltó.
Llegó a la siguiente planta. Oscuridad, como antes. Las ventanas estaban cerradas, las cortinas corridas. Probablemente estuviera lleno de muebles que impedían el paso. El caballero usó su espada como un palo de ciego y fue sorteando los obstáculos con gran maestría, hasta dar con la siguiente escalera.
En el siguiente piso encontró a otra criatura a la que abatir, y en el siguiente un suelo lleno de agujeros negros que lo habrían enviado a las entrañas de la tierra. Otro piso, más bestias inmundas. Al siguiente, más obstáculos.
Así hasta que, finalmente, subió las chirriantes y estrechas escaleras que llevaban a la única fuente de luz de toda la torre: la puerta del décimo-tercer piso.
Abrió la puerta de una patada, y miró al interior.
La bruja, de espaldas a él, vestía con su traje negro y raído, y un sombrero puntiagudo y viejo; por su nuca asomaban desordenados mechones de cabello claro, y su figura era indeterminada bajo la pesada capa.
El caballero se quitó el casco rudamente, mostrando un rostro juvenil enmarcado por una cabellera negra como la noche.
- ¡Hermana! – Exclamó. - ¡No es justo que cada vez que vengo a verte tenga que pasar por todo esto!
La bruja se rió y se volvió hacia él, mostrando la maliciosa sonrisa que curvaba los finos labios de su rostro menudo y rosado.
- Bienvenido a mi humilde morada, querido príncipe, hermanito mío. – Dijo.
El gato negro estirado en el alfeizar de la ventana, aburrido, tocando ocasionalmente el cascabel que colgaba de su cuello, fue el único testigo de la llegada de un joven caballero. Montaba un brioso caballo blanco como la nieve, que destacaba en la oscuridad del paisaje nocturno y tormentoso.
El gato maulló, y la malvada bruja le chistó. Volvió a maullar, intentando avisar a su ama de la llegada del intruso. Lo siguiente que recordaba era estar sobre un seto, abajo, muy abajo, junto al foso que rodeaba la alta torre. Bufó, ofendido, y todavía bufó más fuerte cuando el poderoso caballo blanco pasó trotando a su lado.
El príncipe de brillante armadura dorada bajó de su montura, sacó la espada y aporreó la puerta, muy fuerte. Los golpes resonaron por toda la torre, atronadores, haciendo temblar los cimientos mismos.
La bruja no se movió de donde estaba, pues no podía dejar de remover el puchero, pero, abajo, muy abajo, la puerta se abrió con un chirrido que habría puesto la piel de gallina al más valeroso.
Pero no al valiente príncipe, que, sin un ápice de miedo en su cuerpo, cruzó, espada en mano, y se adentró en las tinieblas de la tenebrosa torre. La puerta se cerró a sus espaldas, ruidosamente.
No había escapatoria.
El príncipe avanzó, viendo sombras difusas a través de la rendija de su casco dorado. Respiraba tranquilo, seguro de sí mismo, y actuó de forma calculada cuando una bestia se lanzó contra él desde un rincón. Le atravesó el corazón, si lo tenía, y dejó su cadáver putrefacto sobre un charco de sangre verde en el suelo.
Comenzó a subir las escaleras hacia el primer piso. Los escalones crujían bajo las pesadas botas de metal que calzaba. Uno estaba roto, pero él, prevenido, lo saltó.
Llegó a la siguiente planta. Oscuridad, como antes. Las ventanas estaban cerradas, las cortinas corridas. Probablemente estuviera lleno de muebles que impedían el paso. El caballero usó su espada como un palo de ciego y fue sorteando los obstáculos con gran maestría, hasta dar con la siguiente escalera.
En el siguiente piso encontró a otra criatura a la que abatir, y en el siguiente un suelo lleno de agujeros negros que lo habrían enviado a las entrañas de la tierra. Otro piso, más bestias inmundas. Al siguiente, más obstáculos.
Así hasta que, finalmente, subió las chirriantes y estrechas escaleras que llevaban a la única fuente de luz de toda la torre: la puerta del décimo-tercer piso.
Abrió la puerta de una patada, y miró al interior.
La bruja, de espaldas a él, vestía con su traje negro y raído, y un sombrero puntiagudo y viejo; por su nuca asomaban desordenados mechones de cabello claro, y su figura era indeterminada bajo la pesada capa.
El caballero se quitó el casco rudamente, mostrando un rostro juvenil enmarcado por una cabellera negra como la noche.
- ¡Hermana! – Exclamó. - ¡No es justo que cada vez que vengo a verte tenga que pasar por todo esto!
La bruja se rió y se volvió hacia él, mostrando la maliciosa sonrisa que curvaba los finos labios de su rostro menudo y rosado.
- Bienvenido a mi humilde morada, querido príncipe, hermanito mío. – Dijo.